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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Inteligencia en alza

Los publicitarios son tan insistentes que me han convencido al fin. Y aquí estoy, convertida en una adicta al ultramoderno 'maquillaje inteligente: el maquillaje de base que piensa por usted'. En buena ley, debería confesar que quizá este artículo lo escribe por sí solo tal portento de la tecnología cosmética.

Que podamos hablar de que existe -realmente- un 'maquillaje inteligente' es una cosa muy seria, además de extraordinaria. Un suceso universal real. Es decir, se trata de algo tangible -cuesta carísimo, como es natural- y no como Bin Laden, el espíritu impuro más biografiado y famoso del planeta, que Dios sabe si no es un invento de uno de esos fastuosos guionistas de Hollywood para salir de la crisis en la que están inmersos los grandes estudios. Con lo cual, se haría cierta la idea de Gore Vidal de que 'Washington es, en realidad, Hollywood', porque ahí está el verdadero poder, como bien saben en el Pentágono.

El 'maquillaje inteligente' figura que lo hace todo por ti. Aunque su primera función sea la de embellecer, esa tradición acaba de ser ampliamente superada por esta cualidad pensante que confirma aquella antigua definición que el filósofo Ferrater Mora hizo de la moda. 'La moda', dijo, 'ahorra pensar'. O, lo que es lo mismo, te lo pones y ya sabes que te puedes comer el mundo, porque todos, sin esfuerzo alguno, lo aceptan y lo entienden.

Que el 'maquillaje inteligente' aparezca justo cuando se retira Yves Saint Laurent es sintomático de nuestra situación como ciudadanos globales avanzados: el talento humano sólo cabe emplearlo en que los objetos, los artefactos, las comidas, los vestidos o la cosmética piensen en lugar de las personas. El señor Saint Laurent, pues, ya no es necesario. Un objetivo loable, el de hacer productos pensantes. Con esos productos al alcance de la mano, los humanos podrán regodearse en la estulticia.

En el caso del maquillaje en cuestión, por ejemplo, él -éste es el tratamiento personalizado que hay que dar a estos fabulosos inventos que piensan- sabe qué centímetros de mi piel son grasos o secos, o se irritan con las salvajadas del clima. Y con toda seguridad, es capaz de saber muchas más cosas muy íntimas y correr ese velo mágico e inalterable para que los demás no sepan si enrojezco de vergüenza o palidezco de temor. Como él lo sabe, y sabe lo que tiene que hacer en cada momento del día, yo me despreocupo: no pienso en nada más que en divertirme o, simplemente, vegetar; que ése es el ideal de esta vida en la cual los productos piensan para que las personas dejen de hacerlo. O sea, logran para lo humano el nirvana de ser producto y para el producto la cualidad de ser humano. ¡Cielos, qué gran avance!

Los productos inteligentes proliferan. El maquillaje está en el mercado, al alcance de cualquiera. Se ha hablado de telas inteligentes que controlan la temperatura corporal y la presión sanguínea entre otras muchas habilidades, pero no se han divulgado como correspondería; aún salen muy caras. Es el mismo caso de las casas inteligentes, que adivinan el menor deseo de los que las habitan y, por ejemplo, preparan las zapatillas a la temperatura adecuada o llenan la nevera sin necesidad de ir a la compra. El coche inteligente ya es capaz también de llevarnos a donde debemos ir sin enterarnos, y así sucesivamente. ¿Hasta dónde?

Sólo es previsible un final único a esta utopía contemporánea real que ocurrirá el día en que los productos hayan absorbido toda nuestra inteligencia y sean ellos los que puedan prescindir de nosotros. De eso se trata sin duda. Los individuos, los humanos, somos un incordio. En Argentina, como estamos viendo, lo saben perfectamente.

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