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Columna
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Divos de siempre

Vuelven los divos de siempre. Bueno, en realidad no se habían ido. Permanecían más o menos agazapados, pero ahora su presencia se intensifica. Montserrat Caballé ha retornado al Liceo, su Liceo, para celebrar los 40 años de su debú allí con Arabella, de Richard Strauss. Barcelona la recibe como una diosa. Ella ha elegido para la ocasión el personaje de Catalina de Aragón en Enrique VIII. Los incondicionales enloquecen, los medios de comunicación catapultan el regreso. Se publica un libro que hace justicia a su brillante historia en el coliseo de Las Ramblas. La década de ausencia de la soprano en la ópera escenificada ha disparado aún más la dimensión del mito, especialmente en su Cataluña natal.

También festeja 40 años sobre los escenarios Luciano Pavarotti en el Covent Garden de Londres. A decir verdad, son cuarenta años y unos meses, pues el tenor cantó el personaje de Rodolfo de La bohème en Reggio Emilia a finales de abril de 1961. Dirigido musicalmente por Jesús López Cobos, va a iniciar su más que probable despedida de los escenarios londinenses a partir de mañana con Tosca, de Puccini. 'Al término de estas representaciones decidiré sobre mi futuro', ha manifestado el tenor a John Allison en el número de enero de la revista británica Ópera. No descarta, en cualquier caso, hacer algún nuevo papel: Lohengrin, por ejemplo. 'Por qué no? Pero en italiano. El alemán es para mí árabe, chino. Sabemos además que Wagner admiraba el bel canto'. En cuanto a su retirada lo tiene claro: 'Cada tenor finaliza su carrera dedicando tres años a viajar por el mundo haciendo recitales o conciertos de despedida, así que supongo que yo haré lo mismo'.

Los divos: una cultura de la excepcionalidad, que ha dado origen a momentos artísticamente irrepetibles y a fenómenos tan populistas y ramplones como el de los tres tenores. El culto a la personalidad está asociado a sus trayectorias. Y la fascinación. José Carreras vuelve este verano al Festival de Salzburgo para un recital en la Grosses Festspielhaus, después de participar la pasada temporada en la recuperación de la ópera Sly, de Wolf Ferrari, en el Liceo de Barcelona; Plácido Domingo acaba de inaugurar la temporada de La Scala de Milán con uno de sus personajes más emblemáticos: Otelo. Domingo, en cualquier caso, tiene otro talante, otra coherencia, otras ambiciones artísticas. Se pone al frente de orquestas sinfónicas, dirige artísticamente teatros como los de Los Ángeles o Washington. A veces sus excesos físicos le pasan factura. En La Scala, en Bayreuth. Con su entrega entusiasta logra conquistar y convencer. Saca tiempo incluso para poner su voz al himno del centenario del Real Madrid. Como Pavarotti la puso en el del Athletic de Bilbao.

Divos: es imposible no quererles, no estarles agradecidos y reconocidos por sus noches de gloria. Los valores que representan están, sin embargo, en claro retroceso. Ha cambiado la ópera lo suficiente para que su importancia sea actualmente mucho menos relevante que hace unas décadas. Tal vez sea una reacción defensiva. Al teatro lírico le faltan hoy personalidades inconfundibles como las de antes, como las de ellos. Han experimentado un crecimiento artístico, sin embargo, los aspectos orquestales o teatrales. Se ha ganado en complejidad, las dudas se han impuesto a las certezas, la ópera ha perdido la inocencia. El concepto colectivo se ha afirmado frente a los valores individuales. Y no creo que se cante peor. Pero la actitud de los cantantes es sustancialmente diferente. Persiguen otros ideales. Han cedido en su condición carismática y han profundizado en su dimensión teatral. Ya no salvan a nadie. Lo que importa está más a ras de tierra.

Tiene esta nueva oleada de divismo una destacada componente nostálgica. La ópera ya no es lo que era, pero una parte de lo que es se debe paradójicamente a la herencia que han dejado algunos divos. Después de María Callas la expresividad, la emoción teatral, pongamos por caso, han experimentado un impulso definitivo. Los cantantes de hoy no pueden olvidar su ejemplo, su mensaje. En cuanto a los divos de siempre nuevamente ahora en el candelero, la historia del canto consagrará en un lugar privilegiado de sus recuerdos la radiante belleza de la voz de Caballé, el ardiente melodismo de Carreras, el increíble instinto popular de Pavarotti o la arrebatadora personalidad de Domingo. Eso y otras cosas, claro. Son la imagen más representativa de una cultura vocal que se va extinguiendo.

Una denominada edad de oro ha muerto. Una incierta edad de barro la está sustituyendo, quizás con menos brillo aparente pero con unas perspectivas mucho más ambiciosas en el terreno intelectual y en la concepción global de los espectáculos.

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