La anatomía secreta del instante
La Rebelión de las masas, como otros libros más citados que leídos, encierra algunas sorpresas para quien se aventure en sus páginas. Por lo general, ha trascendido su diagnóstico sociológico, la descripción de eso que hoy llamaríamos narcisismo de masas, una forma de vida hedonista, complacida, dispuesta a disfrutar de los bienes de la riqueza como una herencia, sin atreverse al esfuerzo de conquistarlos. Con la retórica consabida, quizás lo más antiguo de su escritura, Ortega habló del señoritismo de las masas, de su personalidad de niño mimado, pero con ello describía una subjetividad que cree tener derecho a todo, que no puede prescindir de las sensaciones de omnipotencia que subyacen a nuestra vida cotidiana, regida por la idea de que todo deseo puede ser satisfecho. En sí mismo, por tanto, el diagnóstico era más fino que sus expresiones literarias.
Esa retórica, desde luego, debía mucho al énfasis de Nietzsche y a veces nos despista porque amontona motivos que, por aquel entonces, residían en el ambiente, pero que hoy nos hacen sonreír. En todo caso, la influencia decisiva, como en tantos otros autores de principios de siglo, no es otra que la de Alexis de Tocqueville. En esta línea, la tesis de la rebelión de las masas, a lo largo del libro, queda sustituida por otra, simétrica, pero diferente: la inexistencia de una nueva aristocracia capaz de iluminar el presente. Por eso la clave del libro no está en su primera parte, donde habla de aquella rebelión de lo vulgar, sino en la segunda, que se pregunta de una manera descarnada por quién manda en el mundo.
Otra cosa nos despista en el libro. Es su Prólogo para franceses con que siempre es introducido. Escrito en 1937, con el nazismo triunfante y la guerra civil española desatada, ese prólogo, junto con el Epílogo para ingleses, altera el sentido de un libro que se pensó diez años antes, en plena postguerra, cuando todo estaba abierto. En un libro que aspira a identificar 'la secreta anatomía del instante' histórico, las fechas son decisivas, sobre todo para el lector actual. Su tiempo, por tanto, era el posterior a la primera guerra mundial y el anterior a la emergencia del nazismo. Era ciertamente el momento de la crisis. Como en tantas ocasiones, esa crisis estaba caracterizada por la inexistencia de una elite que fuera capaz de identificar los problemas del presente, generar los proyectos de futuro, definir los medios de actuación y ordenar las energías sociales para su realización. Las masas, a la postre, no eran en el fondo rebeldes. Es que no tenían a nadie que les persuadiese de lo que era preciso hacer.
Ortega no habría escrito de una manera tan despectiva sobre la vida gastada en su mero disfrute, si no hubiera tenido una idea clara de lo que era preciso hacer. La clave de todo el asunto estaba en esto: energías sociales inmensas se estaban dilapidando por la falta de un escenario apropiado para su actuación. La rebelión de las masas era un fenómeno ambiguo, con aspectos positivos y negativos. Ésta es la idea que nos permite acceder al núcleo del libro. La forma de vida de la sociedad de masas era resultado de un inmenso progreso material y espiritual. Pero ahora, esos frutos se derrochaban sin disciplina porque los espacios sociales tradicionales se habían quedado estrechos, sin funcionalidad para canalizar esas inmensas energías hacia empresas positivas. Era un círculo: no había elites directoras porque no había futuro diseñado ni proyectos por los que luchar. En esta situación, era normal que las masas ricas y opulentas se dieran al disfrute del estéril presente. A fin de cuentas nadie les mostraba un futuro.
Lo que se había quedado estrecho era el Estado-nación, afirmación que sorprenderá a quienes identifican a Ortega con el nacionalismo españolista. El éxito de la nación fue dinamizar la democracia liberal, implicar a las masas en proyectos comunes, generar una vida atravesada por la ciencia y la técnica, la economía y la civilización. Pero ahora este espacio del Estado-nación ya no servía. Había generado excedentes que en su propio seno ya no se podían usar, y por eso las masas derrochaban y dilapidaban. De ahí que Ortega clamase por dar un impulso nuevo al ideal civilizatorio que había encarnado hasta ahora el Estado-nación. Las energías que este había generado sólo podían mantenerse vivas, creativas, si se ponían al servicio de la empresa de la Unión Europea. Esta empresa era la que generaría ideales y espíritu de servicio, y produciría elites convencidas de lo que hacían, capaces de generar retóricas persuasivas para reclamar la obediencia voluntaria de las masas.
Y aquí es donde la vieja idea de Tocqueville iluminó a Ortega y le permitió ofrecer un veredicto razonable, alejado de los mesianismos de Heidegger y de Lukács. La nueva elite sería europea o no sería. Así pudo Ortega ir más allá de Weber en este punto: la obediencia legítima y leal de las masas no podía tener otro horizonte, ni otro criterio, que la construcción de un espacio europeo de vida social. Ya no se podía reclamar obediencia nacional sin caer en la peor retórica afectiva. Las nuevas elites tenían que acreditarse en un combate a muerte contra las viejas castas aristocráticas, las viejas noblezas estériles, las capas más conservadoras y privilegiadas, que agonizaban sin fuerza tras el parapeto del Estado-nación, ocultas tras las pasiones de un nacionalismo que sólo servía para aumentar el espíritu complacido de gentes que se creían perfectas y dichosas. El nuevo ethos, que debía aplicarse a todos los ámbitos de la vida social, debía perseguir una empresa inédita: la construcción de Europa. Ese proyecto daría moral a los europeos y disolvería todos los síntomas del dominio de la masa.
Fue así como, en la anatomía secreta del instante de 1927, Ortega vio el nido de una decisión: o Europa o la violencia de la acción directa de las masas. Ya sabemos lo que pasó entonces. Hoy, con la decisión por Europa, esa anatomía es pública y visible. Pero la batalla del futuro que Ortega soñó no ha hecho sino comenzar.
José Luis Villacañas es director general del Libro de la Generalitat Valenciana.
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