Más canto que odio
Ni el mismísimo Gorostiza, el nunca suficientemente reivindicado poeta mexicano, que terminaba su gran poema La muerte sin fin diciéndole a la innombrable '¡anda, putilla del rubor helado / anda, vámonos al diablo', había tratado a la muerte como Fernando Vallejo en El desbarrancadero. La 'mi señora', como la llama el autor colombiano -uno de los más grandes escritores de la literatura escrita en castellano de los últimos años, y al decir último me remonto a más de medio siglo-, vertebra, desesperada e irremediablemente, esta magnífica novela, hecho que no extrañará a quienes hayan leído La Virgen de los sicarios, y menos aún a los lectores que hayan tenido la suerte de hacerse con el resto de la obra que de este autor ha publicado Alfaguara en América Latina y no, inexplicablemente, en España: entre otros títulos, las novelas que componen el ciclo autobiográfico titulado El río del tiempo ('El fuego secreto', 1986; 'Los días azules', 1987; 'Los caminos de Roma', 1988; 'Años de indulgencia', 1989, y 'Entre fantasmas', 1992), el ensayo Logoi, una gramática del lenguaje literario (1982), más los fantásticos estudios biográficos Barba Jacob. El mensajero, 1984, y Chapolas negras, 1995, en torno a la vida y figura de José Asunción Silva.
Escritor, biólogo y cineasta nacido en Medellín y radicado en México, tras vivir en Roma y en Nueva York, Fernando Vallejo es un escritor que provoca entusiasmos o fobias, pero nunca tibieza ni indiferencia. De hecho, la tibieza es el sentimiento más ajeno a su literatura, a cuanto desprende su exuberante imaginación verbal, a un universo que surge de la rememoración de los años de la inocencia -de la inocencia de la infancia del narrador, de la inocencia del mundo y, en particular, de una Colombia inexplicablemente arrojada a los infiernos- para ser aprehendido en un presente invivible, un presente eterno -todo, incluso el pasado, es presente en las novelas de Vallejo-, entendiendo por eterno el tiempo al que al hombre le es dado habitar esta tierra. En correspondencia con la propuesta narrativa de El río del tiempo, las cinco entregas del ciclo autobiográfico mencionado (de 'mamotretos' las califica Vallejo), donde lo autobiográfico se mezcla con la ficción, en El desbarrancadero la realidad y la alucinación se alían para crear un universo cerrado, de desesperación y muerte, cuyo portavoz es un yo narrativo cuya elección responde a una firme voluntad estética por parte del autor, quien, en repetidas ocasiones, expresa su disconformidad respecto a los narradores omniscientes. Así, al mencionar el suicidio de Silvio, uno de sus veintitantos hermanos, escribe: 'Veinticinco años tenía Silvio, mi tercer hermano, cuando se mató. ¿Por qué se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante, como Zola, leyéndole la cabeza'. Pero esa voz, ese narrador que al inicio de la novela, dice regresar a Medellín para asistir a su hermano Darío, enfermo terminal de sida, cómplice de festivas andanzas y escandalosas aventuras homosexuales de la juventud, que ensalza con la casi beatificación propia de Jean Genet, es la voz de un muerto. Un muerto que rememora su última estancia en su ciudad natal, con los suyos -mejor dicho, con los sobrevivientes de quienes fueron los suyos-, en su país, Colombia, que nada tiene que ver con el país donde nació ('Colombia se dividía en conservadores y liberales. Hoy se divide en asesinos y cadáveres': quizá sea ésa la frase más dulce que le dedica) y a la que no ha de volver, ya que el narrador termina su evocación con el relato de su propia muerte (incluida su propia incineración), ocurrida cuando otro de sus hermanos le comunica por teléfono la muerte de Darío: 'Me morí pues sin alcanzar a colgar y ahora, desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad viendo los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos, me pregunto por ociosidad una cosa: ¿de cuánto habrá sido la cuenta que le pasaron a Carlos porque no colgué?'. Y: 'Hoy soy unas míseras palabras sobre un papel. Ya se encargará el Tiempo todopoderoso de deshacer el papel y de embrollar esas palabras hasta que no signifiquen nada. Todo se tiene que morir. Y este idioma también. ¡O qué! ¿Se cree eterna esa lengua pendeja? Lengua necia de un pueblo cerril de curas y tinterillos, aquí consigno tu muerte próxima. Resquiescat in pace Hispanica lingua'.
Así, pues, el narrador ha muerto; pero esa 'lengua necia' aún sigue viva. ¡Y cómo, manejada por Vallejo! Un auténtico festival. Los defensores de la novela como ejercicio de construcción narrativa, como arquitectura argumental, quizá reprochen al El desbarrancadero su constitución desenfrenada, algo que, por otra parte, no creo que su autor haya rehuido. Los fenómenos de la naturaleza son así, y este libro tiene la fuerza de los fenómenos de la naturaleza. Pero, en cuanto a riqueza, imaginación y poderío verbal, Vallejo es un prodigio. Rabioso, iconoclasta, desesperado, cargado de un humor más que negro subversivo, al narrador muerto de Vallejo le queda la palabra para denunciar instituciones, personajes públicos, hechos, injusticias y todo lo habido y por haber. 'Creo en el poder salvador de las palabras, pero también en su poder destructor', escribe. Sin embargo, y pese a la inconmensurable carga de virulencia -no de violencia- que hay en su libro, y en contra de la etiqueta que le han colgado -sobre todo en Colombia, donde es el equivalente de Thomas Bernhard en Austria-, los libros de Vallejo tienen más de canto que de odio. Pese a reflexiones tan demoledoras como las que le inspiran los niños ('en todo niño hay en potencia un hombre, un ser malvado. El hombre nace malo y la sociedad lo empeora. Por amor a la naturaleza, por equilibro ecológico, para salvar los vastos mares hay que acabar con esta plaga'), o -entre otros seres objetos de su encono- las mujeres por el hecho de poner seres humanos en este mundo. Porque uno de los pecados del hombre, para el narrador de El desbarrancadero no es nacer, sino hacer nacer: 'Iba en el bus atestado de gentuza, que es lo que produce hoy día esta mala raza paridora. ¡Qué! ¿Cuántos hay que contar en la monstruoteca para encontrar una belleza? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cien mil adefesios? Mírense en el espejo antes de copular, de engendrar, de concebir, de parir, cabrones, ¿o es que tienen miedo de que se les pierda el molde?'. ¿Puede calificarse de canto el discurso de un hombre muerto que llama Juan Pabla Segunda al Wojtyla, trata a la Muerte como 'lacaya de Dios' y nos señala que 'entre papas y presidentes y granujas de su calaña, elegidos en cónclave o no, a la humanidad la llevan como a una mula vendada con tapaojos rumbo al abismo'? Pues sí. Terrible, pero canto al fin. No en vano habla del mundo en que vivimos -no nos engañemos, aunque se centre en Colombia, no habla sólo de Colombia-, con la bella insatisfacción de quienes aún sienten nostalgia del paraíso, insensatamente perdido.
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