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Euroescepticismo científico

Europa está preocupada. Sin una ciencia competente no habrá una Europa realmente fuerte, aunque se haya alcanzado la unidad monetaria. Los expertos lo saben y los respectivos gobiernos aparentemente se lo creen, ya que en la última cumbre de Lisboa se decidió lanzar un programa de análisis de la situación científica para que, a partir de la ya inminente presidencia española, se puedan empezar a impulsar programas que mejoren nuestra capacidad y competencia científicas. Por ello se trabaja en muchos frentes, desde un diagnóstico sobre la ciencia que somos capaces de generar hasta establecer cuáles son los niveles de cultura científica que son necesarios para que exista un adecuado caldo de cultivo social que permita la promoción del talento europeo en este ámbito. Por esta razón, la Comisión Europea ha realizado también un eurobarómetro dedicado específicamente a ciencia y sociedad.

Una de las señales de alarma que se han encendido ha sido la clara disminución de vocaciones científicas entre la juventud europea. Según la macroencuesta realizada en todos los países de la Unión Europea, la crisis se debe mayoritariamente a que los estudios de ciencias no son suficientemente atractivos, a la dificultad de estas materias, a las pocas perspectivas que las correspondientes carreras ofrecen (entre el 50% y el 60% de los encuestados han apuntado estos motivos) y, en general, a un alejamiento conceptual de la juventud respecto a la ciencia. Sin duda, todos estos datos son una nueva confirmación del claro cambio de valores que se está produciendo en la sociedad que estamos construyendo. Aunque en cada país la situación es diferente, no hay duda de que a la juventud le es mucho más atractiva la opción de realizar estudios rápidos y poco comprometidos que permitan entrar sin muchas dilaciones en el mercado de trabajo o incluso montar un negocio, antes que dedicarse a una larga carrera de investigador, de futuro incierto tras recorrer un camino de permanente precariedad que exige no poco esfuerzo.

Muchos son los factores que intervienen y muchos los culpables bien definidos de esta situación. Algunos gobiernos -entre ellos, el nuestro- saben que han de entonar un mea culpa y que deben revisar los itinerarios y estaciones que llevan a la profesionalización de la figura del investigador, seguramente empezando por la educación más básica, en la que las ciencias adquieren ya sus características de materias poco atractivas. Pero también la industria y el mundo empresarial -sobre todo en nuestro país- han de corregir su tradicional pasividad o comodidad ante este problema y deben subirse con valentía a este carro del impulso de la investigación. No en vano casi un 80% de los europeos consultados consideran que para aumentar el nivel de nuestra ciencia -sinónimo de nuestra competencia económica, no lo olvidemos- es indispensable una estrecha colaboración entre investigación pública y privada, así como una coordinación y estrecha cooperación entre los diversos centros científicos diseminados por Europa. Algo que ya practican desde hace muchos años nuestros principales competidores, los norteamericanos, que han sabido crear las condiciones para que iniciativa pública y privada vayan sólidamente de la mano y han sido suficientemente hábiles para incrementar la capacidad fecundadora de ideas que constituye la diversidad cultural, atrayéndola de todo el mundo. Nosotros los europeos, que somos significativamente diversos en nuestros orígenes, no hemos sabido aprovechar hasta ahora esta riqueza innata de la diversidad que debería ser nuestro principal potencial intelectual.

Otra señal de alarma que preocupa, y mucho, es la poca evolución positiva que hemos experimentado en el Viejo Continente en los niveles de conocimiento científico entre la población desde el último eurobarómetro de estas características, que se realizó en 1992. Incluso en algunos aspectos podemos considerar que hemos experimentado un cierto retroceso: dos tercios de los europeos consultados consideran que están mal informados sobre ciencias y tecnologías.Y está claro que, en una sociedad con bajo nivel cultural científico, va a ser muy difícil impulsar políticas que permitan corregir nuestro evidente euroescepticismo con relación a las ciencias. Por esta razón, la Dirección General de Investigación de la Comisión Europea ha constituido una comisión de expertos que trabaja en detectar cuáles son los problemas esenciales de la difusión de las ciencias entre la sociedad y qué programas se pueden recomendar a los respectivos gobiernos para mejorar la percepción pública de las ciencias. Es muy probable que durante la próxima cumbre europea de marzo en Barcelona se den a conocer los trabajos preliminares de esta comisión, que dirige el profesor Steve Miller, del University College de Londres; pero no es difícil imaginar que la poca atención que las televisiones públicas dedican a las ciencias o la falta de suficientes vías de comunicación de universidades y centros de investigación con la ciudadanía van a ser -entre otros muchos- algunos de los puntos negros del diagnóstico en curso.

Y está bastante claro que será indispensable que las diferentes administraciones -comunitaria europea, estatal, regional-autonómica y municipal- van a tener que empezar a poner en práctica políticas adecuadas para romper definitivamente con la errónea y acomodaticia coexistencia de las dos culturas separadas -a veces incluso antagónicas- que hemos arrastrado durante todo el siglo XX, con el fin de que todos comprendamos que hoy ya no se puede ser ciudadano o ciudadana del mundo sin saber y practicar que la ciencia forma parte de una única cultura. Sobre todo cuando estamos dejando atrás la sociedad heredada de la revolución industrial y entramos en la era del conocimiento, en la que las ideas van a ser la materia prima y el vapor de la transformación social y económica.

Vladimir de Semir es concejal de Ciudad del Conocimiento de Barcelona.

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