Confusamente quejosos
Tantos años de queja perpetua catalana -como señalaba hace unos días en estas páginas Josep Ramoneda, nuestro analista de referencia- han acabado en un inesperado bumerán. Y ahora los ciudadanos han aprendido la lección: quien no se queja de algo no es nadie en Cataluña. Pero sucede que donde la queja se ha convertido en la renta del incompetente cuesta muchísimo que se tomen en serio las quejas reales, como ha ocurrido esta semana tras la tormenta de nieve y frío. Cuando los ciudadanos se han quejado del bloqueo de los servicios, las autoridades políticas se han quejado de que los ciudadanos consuman tanta energía y, encima, protesten, mientras que los poderes eléctricos han hecho otro tanto: si quieren estar calientes y tener luz, paguen ustedes más, y sin quejarse (que ser cliente no da derecho a casi nada, por lo visto).
Sin embargo, no estamos ante un fet diferencial catalán. En su día, tanto Margaret Thatcher como Ronald Reagan dijeron que eran pobres aquellos que querían serlo, con lo cual no sólo les birlaban a los pobres el poder de la queja, sino que se quitaban de encima las pulgas de su propia responsabilidad. También, el periodista norteamericano Robert Hughes ha explicado en su libro La cultura de la queja (Anagrama, 1994) cómo el lamento de la falsa víctima -insistente vicio contemporáneo- pervierte y anula el dolor de la víctima real. En dos palabras: la falsa víctima es la señora marquesa, que está tristísima -realmente tristísima- por no tener dos abrigos de visón, igual que el monopolio privado eléctrico lamenta no tener más beneficios o la estrategia política llora al enemigo exterior. Así, cuando la queja de la señora marquesa se mezcla con el quejido de las auténticas víctimas -de una incompetencia administrativa o de un inepto monopolio- todo se corrompe. Eso sucede en todas partes, aunque aquí -nuestro entrenamiento es histórico- tengamos especial dificultad en abrirnos paso entre la maraña de quejas viciosas y de quejas reales, entre el profesional de la queja y el quejoso real y solvente.
Cuando la confusión es la norma, pasan cosas como la de ese taxista que, el martes pasado, al llegar de un corto viaje a Bruselas -donde a cinco bajo cero todo parecía normal- me espetó: 'Y no me diga que tiene usted prisa cuando hay tanta gente atrapada en túneles y pueblos aislados porque sería una falta de ética'. El taxista, pues, se quejaba de que su cliente pudiera -menuda osadía- tener prisa en medio del cataclismo en el que se había convertido Cataluña. Y es que el taxista -la queja es perniciosamente contagiosa y los incompetentes son su hábitat natural- había convertido en solidaridad las consecuencias de la incompetencia.
Esta confusión produce otro fenómeno singular. He estado esta semana en una emisora de Barcelona en la que, a causa de unas obras en la calle, llevaban 24 horas sin poder utilizar los lavabos, ¡y todo el mundo lo encontraba normal! ¿Cómo lo solucionaban? Cruzaban la calle e iban al lavabo del bar de enfrente. Los que trabajan en esa radio tal vez habían llegado a la conclusión de que quejarse por no disponer de lavabos era inútil: ¿quién es capaz de controlar una zanja abierta en la calle? Sin embargo, esa emisora -como otras- llora día sí, día no, por la necesidad de conseguir más soberanía para Cataluña.
Algo extraño, pues, nos pasa. Quizá la queja se ha convertido en el monopolio de los fuertes. Quizá esos fuertes lo son por haber llegado a la cima de la incompetencia. Quizá la confusión nos empuja a solidarizarnos con el incompetente quejoso y no con sus víctimas. Y si todo ello nos lleva a no necesitar ni lavabo, aún resulta más extraordinario. Cataluña es única.
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