Darse el lote
Hace años le oí decir a un aguerrido sindicalista que el lote navideño era una tradición franquista, condenada a desaparecer, que degradaba al trabajador que se prestaba a recibirlo. Puede que sea cierto, aunque a tenor de la cantidad de gente que veo por la calle arrastrando su lote y de la multitud de escaparates que los exponen, sospecho que la costumbre persiste pese al contundente diagnóstico del sindicalista. Efectivamente, aceptar un lote de quienes te explotan durante el año puede provocar algún reparo ético. En mis tiempos de trabajador por cuenta ajena, sin embargo, confieso haber esperado la llegada del lote con una ilusión vergonzante que me guardaba de manifestar públicamente, maquillándola bajo una espesa capa de suficiencia. Esas pesadas cajas de cartón decoradas con bolas y muñecos de nieve puede que fueran franquistas pero, cuando llegabas a casa y las abrías para reencontrarte con la lata de piña surafricana en almíbar, la sensación que experimentabas era lo más parecido a esa felicidad de anuncio de turrón a la que todavía podemos aspirar.
Lotes navideños: lata de piña, turrones, lomo embuchado, bebidas de varios tipos. Sin embargo, a veces le llegan a uno lotes de otro tipo
Pero, más allá del lote interclasista entre patronos y proletarios, esta propina se ha convertido en un elemento de relación social importante. En estos días se intercambian cestas y lotes no sólo para sobornar a clientes y proveedores, sino también para marcarse un detallazo con amigos, conocidos, profesionales que nos hicieron un favor y que, en su momento, no quisieron cobrarnos nada a cambio. Ese médico que nos ayudó y al que se lo agradecemos con un jamón y, en sentido inverso, ese periódico, esa productora de televisión o esa emisora de radio que te sorprenden con un lote que, por su alto contenido nutritivo, te llega al alma. Y no hay que ser economista para darse cuenta de que la industria del lote mueve un pastón. Basta pararse ante la bodega Lafuente y contar las cajas que van saliendo o meterse en Internet y descubrir distribuidores virtuales que, por 61,30 euros, anuncian gangas como ésta: una botella de whisky JB, otra de vino Rioja Heredad Corinda del 98, dos botellas de cava Brut Nature Ball i Gran, una de vino Chardonnay Masia Gironell, una barra de turrón de Alicante Doña Jimena, otra de turrón trufado al whisky, una de turrón de yema tostada, un estuche de marquesas, otro de polvorones, un surtido hexagonal de chocolates y una lata de piña en almíbar. Si le añades un paté Sánchez Romero Carvajal, una torta imperial, un lomo embuchado o una lata de aceitunas rellenas de anchoa Hutesa, la cosa se dispara.
Como muchos de ustedes, pues, participo de la fiebre del lote recibiendo cuantos tienen a bien regalarme y enviando algunos junto a la correspondiente felicitación. En general, observo que la oferta se mueve dentro de unos parámetros más o menos clásicos con, de vez en cuando, alguna innovación. Pero, a veces, llega un regalo que subvierte la tradición. Del mismo modo que el christmas virtual ha desbancado el conducto reglamentario postal, hay empresas que consideran llegada la hora del cambio. No sé si ha sido por coincidencia en el calendario, pero hace un par de días recibí un misterioso paquete envuelto en satinado papel de regalo. El remitente era una empresa internacional de contactos que, vayan ustedes a saber por qué, ha visto en mí a un posible cliente potencial. Ansioso por descubrir cuál era su contenido, lo abrí. Era una caja como de disquetes de ordenador pero, al fijarme un poco más, leí la palabra CONDOMS escrita así, en mayúsculas, y en la parte inferior, otra inscripción más inquietante todavía: 144 unidades. En el interior de la caja había, en efecto, 144 preservativos con su envase individual y su fecha de caducidad: enero de 2006. De entrada, estuve tentado de mezclarlos con los comestibles recibidos hasta ahora y probar alguna receta explosiva como, por ejemplo, tortilla de turrón y piña gratinada con lomo embuchado, polvorones y salsa de condones. Pero creo recordar, aunque vagamente, que la utilidad del condón es otra. Agradezco, pues, este lote no sólo por lo que tiene de innovadora fórmula para desear felices fiestas, sino por el optimismo que emana de su lubricada propuesta. El detalle, eso sí, me obliga a superarme y a consumirlos antes de que llegue la fatídica fecha de enero de 2006. Para no acaparar un material del cual otros quizá puedan hacer mejor uso, sin embargo, comunico a la población en general que, si lo desea, pueden pedirme cuantos condones necesiten. Teniendo en cuenta la media de consumo de preservativos que llevo gastados desde mi nacimiento hasta la fecha, sospecho que no cumpliré las previsiones de la amable empresa de contactos que ha tenido a bien mandármelos. Estoy pensando en hincharlos y ponerlos juntos al belén, como si fueran extraños planetas de un firmamento corrupto, o en colgarlos del árbol, como en una performance conceptual sobre la paradoja del nacimiento que culminaría la noche del cambio de año cuando, mientras suenan las etílicas campanadas, abra la ventana, los libere y mire cómo se pierden por la gélida primera noche de un feliz y próspero año 2002 que les desea este humilde y acondonado croniquero.
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