Mercadillo navideño
Ayer fuimos en peregrinación toda la familia hasta la plaza Mayor para cumplir con la visita de precepto al mercadillo navideño, donde cada año, de forma ritual, compramos las panderetas, las zambombas y la figurita del pastor con el nalgamen al aire.
Lo cierto es que en una caja llena de espumillón, bolitas horteras y otras lindezas guardamos panderetas y zambombas para cantar villancicos hasta el día del apocalipsis y una colección de clónicos culones.
Pero no hay manera de acabar con la tradición de adquirir estas mercancías; cualquier intento tropieza con la oposición de los infantes, que, ante mi argumento de que ya tenemos, me replican que se las dé a los pobres, como la ropa y los juguetes.
Resulta difícil explicar a mis hijos que los niños pobres no necesitan panderetas, sino comida, porque apenas les quedan fuerzas para gritar sus miserias, o que donde los zambombazos son de pólvora, la marimorena no es jarana festiva, sino un tropel de hombres borrachos de sangre.
Más complicado sería convencerles de que el borriquito al que se arrea con dulce melodía es difícil que llegue esta Navidad a Belén, a no ser que asuma el riesgo de ser despanzurrado por un suicida palestino o por los disparos israelíes.
Y sería una canallada hacerles ver que la tropa de cagones no es más que la réplica en pequeño de esta humanidad, que nos pasamos la vida cagándola.
Mejor acompañarlos en sus cánticos inocentes, aunque sepamos que miles de hombres y de mujeres jamás disfrutarán de una noche de paz.
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