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LA CRÓNICA
Columna
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El fugaz vuelo de un gallo

A alguien le podrá parecer una rareza, pero lo cierto es que vemos el mundo según las preguntas que nos hacemos. Ahí están los escaparates, por ejemplo, donde conviven toda clase de mercancías de las que sólo vemos las que ya llevábamos en mente. O, mejor dicho, el insidioso objetivo de un escaparate astutamente dispuesto es que nos preguntemos por lo que no teníamos ni la más remota intención preguntarnos. Y que, en consecuencia, de pronto necesitemos cosas que ni sospechábamos que pudiésemos necesitar, ni tal vez desear. Cosas por las que, en realidad, jamás nos habíamos preocupado hasta el instante de verlas allí expuestas.

El caso es que desayuno todos los domingos en un bar tranquilo que hay cerca de mi casa. El sonido de las máquinas tragaperras -'¡Más food!'- está a un volumen discreto y la televisión está a esas horas apagada. Un gran ventanal da a la calle y, si el día es soleado, los grises y ocres de las fachadas de enfrente adquieren una volumetría plácida. Hay, justo delante, una boca de metro, por la que entran y salen los viajeros que dan idea de que el mundo sigue en movimiento o, al menos, sus gentes. Suelo llevarme el diario o algún libro a través de cuyas páginas me sumerjo en mundos seguramente imaginarios.

La información cambia la mirada. Aquel paisaje de 'western' de la máquina de tabaco de golpe se transforma en el agreste Afganistán

Pues bien, en ese bar hay una máquina de tabaco, y en la máquina hay un gran anuncio luminoso de Marlboro. Hasta hace poco, lo que veía allí era un paisaje agreste de rocas rojizas en cuya cima, siguiendo la iconografía romántica que descubre admirada la grandeza indomeñable de la natura, asomaba un cowboy de pie junto a su caballo. Hasta hace poco esa foto era la viva imagen de América: un paisaje de Arizona, tal vez, o Nuevo México, o Tejas, qué se yo, cualquiera de los lugares por los que hemos cabalgado mil veces en los westerns.

Y digo hasta hace poco no porque hayan cambiado la fotografía del anuncio, sino porque el otro día, alzando distraído los ojos de la página que estaba leyendo, lo que vi fue un paisaje distinto. Fue apenas un instante de duda. Pero lo cierto es que, durante ese instante, aquella imagen me pareció, vívidamente, alguno de los desiertos rocosos de Afganistán. Incluso la figura del cowboy me pareció, en ese instante, verosímil. Y quizá fuera ese mismo día cuando se publicó en los diarios la foto de soldados de las tropas especiales estadounidenses cabalgando junto a soldados de la Alianza del Norte.

Así me he dado cuenta de que mis preguntas han cambiado. De que ya no interrogo el mundo de la misma forma que antes. Y de que, por tanto, ya no veo lo mismo. Y eso, aunque el escaparate siga siendo idéntico a como era antes de que mi mirada empezase a buscar nuevas respuestas. Y por fin he comprendido, íntimamente, una historia que leí hace ya muchos años y que entonces me pareció sólo una curiosidad.

Ocurrió en algún lugar de África, en algún paraje remoto afectado por la malaria. La necesidad de erradicar los charcos en los que se reproducen los mosquitos llevó a imaginar una campaña en la que, a través de una filmación, se mostraba que era preciso recoger las latas tiradas por el poblado dentro de las que el agua de la lluvia contribuía a difundir la enfermedad. Tras el primer pase de la película, los responsables de la campaña preguntaron a los lugareños qué era lo que habían visto, a lo que éstos, para estupor de todos, respondieron: '¡Un gallo!'. Fue una respuesta unánime, y aún más sorprendente porque nadie tenía constancia de que en la película saliera, en efecto, un gallo.

Hubo que pasar fotograma a fotograma la película para descubrir que en una secuencia de apenas un segundo, un gallo revoloteaba en una esquina de la pantalla. Ciertamente, el gallo era, para los lugareños, el único icono que conectaba inmediatamente con sus mitos, tal vez representación de un dios o de fuerzas telúricas incomparablemente más sugestivas, en un solo segundo, que la imagen del individuo que, pacientemente, recogía las latas diseminadas por el suelo.

Frente a la máquina expendedora de tabaco me doy cuenta de pronto de que no es sólo la percepción del anuncio de Marlboro lo que se ha transformado en algo más de un mes a golpe de telediarios, reportajes, debates. Me doy cuenta de que ahora, cuando paseo por la ciudad, también las calles se han vuelto distintas. Son muchas más las barbas, las teces cetrinas, los cabellos rizados que parecen acecharnos desde unos ojos profundamente negros, hay también más turbantes, más chilabas. Todos son sospechosos porque, ocultándose entre ellos un enemigo indetectable, los contamina a todos.

Es una visión que, la verdad, me asusta porque me doy cuenta de que, en todo este tiempo, han conseguido que interroguemos el mundo con preguntas perversas. Son perversas porque nos aproximan a los postulados del peor racismo. Este domingo, frente a la máquina de tabaco, tuve al menos una certeza: no es éste el mundo que quiero ver. Así que estoy intentando reconstruir mis mitos, interrogar el mundo con nuevos ojos. Y así sigo buscando, en la esquina de la pantalla, el gallo que me guíe hacia un mundo que, estoy seguro, puede ser mejor.

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