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Columna
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Tranquilos en la ópera

No es que entre las mayores preocupaciones de los madrileños se encuentre el Teatro Real, ni que a los ciudadanos les inquiete especialmente, por lo que sé, el enigmático movimiento de cuchillos (que lo ha habido) en la gestión de su Teatro, pero ya que nos cuesta una pasta y sigue siendo tan difícil para muchos disfrutar de la ópera, bueno es que al menos haya encontrado el ministerio a una mujer, Inés Argüelles, capaz de administrar los posibles con mano diplomática para desterrar el mal fario que parece anidar en ese laberinto de la lírica. Si además la nueva gerente es organizada, trabajadora, tranquila y paciente, ya tenemos una garantía de que no se va a tirar de los pelos con los artistas por creerse más artistona que ellos. Y en ese sentido tiene razón el secretario de Estado de Cultura en que es una ventaja que no haya trabajado en asuntos musicales y menos en la ópera. Para eso, aunque han tardado, ya cuentan con Emilio Sagi de director artístico, un creador y un experto para cuyo descubrimiento no ha hecho falta viajar por medio mundo ni pedirle el currículo: bastó con cruzar la calle, mirar al teatro de la Zarzuela y comprobar lo que allí se ha hecho con menos pólvora. Y si por fin regresa ahora López Cobos, que tuvo que irse por conflictos similares a los que han hecho un conflicto del Real, pues tendremos que felicitarnos del todo. Con ese trío es posible garantizar que el Teatro pueda tener algo más que un distinguido restaurante para solaz de pijos o un club de gente bien regentado por relaciones públicas. Será, sin duda, algo más que un cenáculo para que luzcan el palmito los figurantes engominados en sus palcos y para que se recuperen de los bostezos en el descanso de la ópera las engalanadas con pieles que van allí para ser alguien, mientras pasan de Wagner y de Mozart. Y digo esto no por fácil demagogia, sino recordando lo que, ante el confesado escalofrío en el Congreso de Luis Alberto de Cuenca, su jefe, declaró el anterior gerente: 'Para ser alguien en la sociedad madrileña hay que tener un abono en el Teatro Real'.

No puede extrañarnos ahora, después de tal alarde de sinceridad, reconociéndose a sí mismo como conserje de un grupo de influencias, que al descubrir al fin que el Real es un teatro de ópera que pertenece también a los que no somos nadie, y considerada la imposibilidad de su privatización total, quizá con la llegada de Emilio Sagi y a la vista de que sus jefes no lo relevaban, decidiera marcharse para dirigir tal vez un club de élite. Y puede que empiece ahora un nuevo tiempo para nuestro coliseo, porque desde que la ex ministra Alborch, que tanto lo quiso, tuvo que aguantar un chaparrón por culpa de la gran lámpara mal puesta que cayó con estrépito sobre las tablas de su proscenio, el Teatro Real de la ópera ha estado más en la crónica de sucesos que en la estrictamente musical. En las revistas de decoración se ocupó de meterlo Esperanza Aguirre cuando heredó un teatro sobriamente adornado y quiso convertir sus palcos en la casa de Mariquita Pérez. Y si no acabó en las revistas de moda es porque un director de escena no aceptó la sugerencia de Aguirre de encargar el vestuario de una obra muy española a Vitorio y Luchino. Pero hasta la crónica musical acabó a veces en el relato del estropicio, como sucedió en el homenaje a Kraus, que con toda seguridad el espíritu del tenor, desde la indignación del más allá, se encargó de estropear para que sus enemigos no se lucieran a su costa.

Y de la crónica laboral no hablemos: empleados puestos de patitas en la calle y directores enviados a su casa con una patada en el culo llevaron al Real de las páginas de laboral a la crónica política, tarea en la que colaboró mucho Miguel Angel Cortés, ayudado por el gerente o en contra del gerente, después de haber prestado a la ministra Aguirre su apoyo en la decoración. Tampoco al ahora ido gerente le faltaron sobresaltos de otro tipo y a un descuido se ve en la crónica de tribunales. Así las cosas, y sin salir durante algún tiempo demasiado airoso en las críticas a su programación, el Real reclamaba gacetilleros de guardia a su puerta para que relataran su maldición. Pero lo que está pasando ahora en el Museo del Prado se parece tanto a lo sucedido en el Real - la mano política como estorbo- que es de esperar que la sensibilidad cultural de José María Aznar ponga su mano, o la quite, para evitarlo. Mejor es que la quite.

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