You did it! (con matices)
Uno. Si el éxito artístico de un musical depende del perfecto ensamblaje entre texto y música y de la abundancia de canciones memorables, My Fair Lady, de Lerner y Loewe, compartiría el podio de honor con Guys and Dolls, de Frank Loesser, y A Little Night Music, de Sondheim. (Se acepta un ex aequo con Kiss Me Kate, de Porter). André Previn calificó My Fair Lady de 'the perfect musical play', y lo es por muchos motivos. Lerner y Loewe lograron una perfecta mixtura de entretenimiento y crítica social a partir de un material (el Pygmalion de Shaw) que había hecho tirar la toalla a predecesores tan ilustres como Rodgers & Hammerstein o Adolph Green y Betty Comden. La partitura es deslumbrante, y las letras no se quedan atrás en ironía y sutileza, especialmente a la hora de trazar el perfil del profesor Higgins, en permanente contradicción entre lo que siente y lo que proclama, un juego de subtextos hasta entonces insólito en el género. Un protagonista masculino egoísta y despótico, con el nivel emocional de un niño de 12 años, y una heroína que no cae rendida a sus pies sino que lucha por su independencia, tampoco eran cosa frecuente en el Broadway de la época. Rodgers & Hammerstein abrieron el camino (ni Oklahoma ni Carousel eran musicales 'complacientes'), y Lerner y Loewe aprendieron de sus maestros a construir canciones de amor que no lo parecen (Just You Wait, I've Grown Accustomed to Her Face), atravesadas de rabia, de duda, de sentimientos contradictorios. Y la única canción de amor 'a la vieja usanza', la esplendorosa On the Street Where You Live, funciona perfectamente a dos niveles: conmueve y a la vez suscita una distancia irónica porque quien la canta es Freddie, el enamorado de Eliza, otro 'niño emocional' empachado de romanticismo.
Dos. El My Fair Lady del Coliseum quizá sea el mejor musical montado en Madrid en muchos, muchos años. La obra no se veía en castellano desde los ochenta: un saludo, desde aquí, a Alonso Millán, del que hoy nadie parece acordarse en su faceta de director de musicales, y que la dirigió en el Progreso con Alberto Closas, Ángela Carrasco, Manuel Alexandre, Amelia de la Torre y un maravilloso Alfonso del Real. ¿Por qué ha tardado veinte años en volver a la cartelera? Respuesta obvia: porque es una pieza endiabladamente cara. En cuanto a los 'valores de producción', como dirían los americanos, el espectáculo de Jaime Azpilicueta es un triunfo absoluto. La orquesta, a cargo de Alberto Quintero, suena de maravilla; los decorados de Gerardo Trotti son impresionantes; las luces, el sonido, el vestuario (todo ello bajo la cuidadísima dirección artística de José Ramón de Aguirre, otro gran veterano) revelan un buen gusto innegable. En cuanto a la interpretación, comencemos por Sacristán, porque su profesor Higgins es, para mi gusto, lo mejor que ha hecho en mucho tiempo. Es un papel que no requiere una gran voz (sus autores lo escribieron para Rex Harrison), pero sí a un actor capaz de pechar con un rol 'antipático' y hacerlo crecer y evolucionar a lo largo de la obra. Sacristán está impecable, comedido como pocas veces, con el equilibrio justo de ironía, tozudez y desvalimiento profundo que pide su personaje. De Paloma San Basilio no diré nada nuevo al afirmar que es, de lejos, mejor cantante que actriz, aunque su labor actoral está aquí mucho más matizada que en El hombre de La Mancha, y gana en hondura en la segunda parte. Tiene al público a sus pies desde que entra en escena, un fenómeno que recuerda la rendición incondicional que provocaba la Sara Montiel de la primera época, con la que comparte más de un aspecto: voz poderosa con tendencia al paladeo, 'sobradismo' escénico, y una presencia que oscila entre lo magnético y lo estatuario. Puedo ponerle pegas a su interpretación (y a su, digamos, adecuación al personaje), pero es innegable que comunica, y mucho, con el público, bordando sus números, especialmente I Could Have Danced All Night y Without You.
Joan Crosas es papá Doolitle. Como ha de aparentar más edad y la San Basilio menos, el resultado produce, en ambos casos, una cierta estupefacción. Crosas está extrañamente blando (sonrisa seráfica, piernas dobladas de abuelete de cuento), como si hubiera dejado aparcadas la voz tronante y la imponente figura de sus musicales anteriores (Mar i Cel, Sweeney Todd, el Bloodbrothers catalán) y no le vendría nada mal recuperarlas aquí. Aun así, se lleva al personal de calle con sus dos números, sobre todo con Get Me to the Church on Time, como han hecho todos los Doolitle de la historia. Hay en el reparto una gran voz masculina de la que, a mi juicio, se ha hablado poco: Víctor Díaz (Freddie), cuya versión de On the Street -puro Broadway- pone en pie al auditorio.
Tres. Aspectos mejorables: el trabajo tirando a convencional de las secundarias femeninas (Carmen Bernardos, Selica Torcal) y las coreografías de Goyo Montero. Los bailes tienden a la frontalidad (My Fair Lady pide un escenario más grande que el del Coliseum, al fin y al cabo un cine reformado) y hay un exceso de bonitismo (por no decir cursilería; que se extiende a los productos del merchandising, más propios de una línea de perfumes) que a los espectadores más veteranos les remitirá a las Antologías de la zarzuela de Tamayo. Los coros de floristas y vagabundos del Covent Garden resultan vocalmente impecables, pero falta auténtica alegría y fuerza a la hora de bailar, como si en lugar de celebrar espontáneamente su gozo de vivir estuvieran haciendo una parodia proletaria de la Ascot Gavotte con vistas a la galería. Con todo, el My Fair Lady del Coliseum es un éxito, nunca mejor dicho, cantado. Las tres horas de función pasan sin fatiga, y las entradas se agotan noche a noche. Hay, pues, My Fair Lady para rato: amor con amor se paga.
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