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Columna
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Imprudencia / churros

Hice cuanto era posible por evitarlo. Me vacuné, salgo muy poco, evito las corrientes de aire. Si alguien, en el metro, el autobús, en cualquier oficina o aglomeración, expulsa una tos cavernosa, ceso de respirar y lo hago a través del pañuelo, resoplando en torno a mis órganos respiratorios para dispersar las miasmas; me cambio de asiento, si lo hay, y me alejo de la fuente de contaminación. Estos meses son fatídicos para los veteranos bronquíticos.

Encontré a mi amigo Fernando en el bar y preguntó si había recibido la invitación para la presentación de un nuevo libro. De su cartera sacó la cartulina, encareciéndome la presencia. He leído casi toda su producción literaria, pero ahora, si no me lo regala, la verdad, no lo compro. Al llegar a mi casa tenía el sobre de la editorial. Llegó la fecha, y al observar el estremecedor clima invernal y la tormenta de viento polar que se abatía sobre Madrid, decidí quedarme en casa. A media tarde contemplaba la jornada gris, el viento humillando los altos árboles del bulevard, la amenaza de aguanieve o granizo y la gente apresurada y friolenta. ¡No salgo!

Después me entregué a una temeraria reflexión, pensando que día tan desapacible restaría afluencia de asistentes al acto. Mi ausencia tenía poco relieve, porque nuestro trato ha sido y es poco más que superficial, siempre afectuoso. Además, se trata de un autor de éxito y las veces anteriores que fui convocado con el mismo motivo me daba cuenta de que no me veía, agobiado por el calor de sus muchos y fieles lectores luchando a brazo partido para conseguir la dedicatoria del ejemplar adquirido sin el descuento del librero, supongo.

Una tarde de perros. La recuerdo porque era la víspera de mi santo. La convocatoria era en uno de los más lujosos hoteles de la capital y, con tiempo suficiente, me dispuse a ir. Bien protegido, naturalmente, con un terno invernal, abrigo, bufanda, guantes y boina, precauciones que producen excelentes resultados en las personas jóvenes, pero de notoria inutilidad en quienes olvidamos los inevitables riesgos de la edad. Para ser puntual, manía en la que persisto, salí a la calle hacia las siete y media. Una de las horas punta en esta adorable ciudad. La riada de coches atravesaba los dos sentidos, avanzando lentamente, ocupados por gente exasperada que cree que es una ley física aceptable tocar el claxon para que los demás progresen. Ilusorio pensar en un taxi, dispendio al que estaba dispuesto en beneficio de mi salud. En la esquina, la parada del autobús donde esperé apenas siete u ocho minutos. Me acercaba a pocos metros de mi destino, al que llegué antes de las ocho. Mis previsiones, mi experiencia, mi instinto de conservación se revelaron inútiles. El enorme salón estaba a rebosar, y todas las sillas, ocupadas por gentes de edad similar a la mía, e incluso mayores. No soy bueno para calcular el aforo de un salón, pero poco me equivocaría si allí no había una barbaridad de personas, aproximadamente. Comenzó con veinte minutos de retraso, debido a que nuestro alcalde aún no sabe calcular, por lo visto, las distancias en función del trafico. Casi una hora en discursos ditirámbicos y merecidos. A lo lejos vi pasar una o dos bandejas, con vituallas y bebidas, flotando sobre la multitud; saludé con placer a algunos viejos camaradas a quienes quizás no vuelva a ver, recogí mi gabán y me dispuse al regreso. El autor ni se enteró de mi presencia.

Si las siete y media son hora punta, las nueve, también. Aquella noche, la plaza de Neptuno era un Finisterre batido por el viento del Norte. Al fin, otro autobús, al cabo de un tiempo prudencial, me devolvió a las proximidades del hogar. Menos de sesenta minutos más tarde entraba aterido en la cama, con una tiritona incontrolable, vómitos y la sensación de que uno va a llegar, bruscamente, al final del trayecto. Había pillado la gripe o un enfriamiento de garabatillo.

Mi onomástica transcurrió entre paracetamoles y antibióticos, y ahora les voy a confiar una insustancial debilidad: los sábados y domingos salgo a comprar los periódicos y desayuno café con churros, que no tienen el sabor de mi recuerdo, aunque los espero con impaciencia. Clavado en el lecho, atenazado por los viles terrores del tránsito, entre la fiebre percibí que los churros eran una representación ultraterrenal y que su forma coincidía con la del simbólico pez de los primeros cristianos. El domingo por la tarde me encontraba mejor, con algo más de fe, pero sin churros ni periódicos.

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