El club de los pulpos
Escribo estas líneas al poco de regresar de Nantes, donde he pasado un largo fin de semana. '¿Qué se te ha perdido en Nantes?', me pregunta un amigo barcelonés, borracho de un barcelonismo insultante a la vez que compasivo. 'Tú siempre viajando a sitios raros', me dice. Le respondo que he ido a Nantes a la reunión anual del club de los pulpos. '¿El club de los pulpos?'. 'Sí, hombre, Julio Verne, el Nautilus, el Kraken, los pulpos...'. Mi amigo me da un golpecito en la espalda, se da media vuelta y se aleja por el paseo de Sant Joan como un caracol satisfecho bajo su caparazón de sólido barcelonismo, de hombre de mundo, con los cuernos bien tiesos.
Mi primer encuentro con Nantes data de 1990. Fui invitado por el festival Les Allumées a ver una representación de Otelo, en la isla de Santa Ana, en una inmensa nave industrial abandonada en lo que tres años atrás eran todavía los grandes astilleros de Nantes, los astilleros Dubigeon. Extraordinario espectáculo aquel Otelo (Fiódor Atkine interpretaba el personaje del moro). 'Al final de la obra, luego que el moro se ha cortado el cuello', escribí entonces en este periódico, 'una sección del techo de la nave se abre lentamente y deja ver un cielo estrellado. Entonces, a lo lejos, en la proa del escenario, aparece un cantante musulman, Kadda, el cual entona un hermoso lamento fúnebre en árabe. Es un instante único, irrepetible, uno de esos instantes mágicos, que apenas duran unos segundos, a lo sumo unos escasos minutos, y en los que, para decirlo con palabras de Peter Stein, una bola de plata cruza por el escenario'.
Reunión en Nantes del club de los pulpos, apasionados de Julio Verne. Antes, un buen espectáculo de teatro; después, una buena librería...
Hoy aquella nave ya no existe, los antiguos astilleros han sido arrasados. Tan sólo se mantiene en pie el edificio que albergaba la dirección y las oficinas de los mismos, hoy convertido en la sede de La Maison des Hommes et des Techniques, donde se guarda y mantiene viva la memoria de los astilleros y de 'les gars de la navale'. Pues bien, en ese edificio asistí el pasado viernes al estreno de Les sonneurs de rivets, un espectáculo que firman Hervé Tougeron (el director de aquel extraordinario Otelo 11 años atrás) y su compañera Catherine Verhelst. Tan sólo a una pareja como la que forman Hervé y Catherine, dos artistas de pura cepa, se les ocurre un montaje como el que vi el viernes. Les sonneurs de rivets (rivet es roblón: 'clavija o clavo de hierro, con cabeza en un extremo, y que después de ser colgado en su sitio se remacha hasta formar otra cabeza en el extremo opuesto') establece una relación entre los diversos sonidos que se oyen (se oían) en un astillero naval y las composiciones musicales de un John Cage o un Mauricio Kagel. El resultado es realmente sorprendente. El espectáculo viene acompañado por la proyección de un vídeo en el que se muestran los antiguos oficios que se practicaban en los astilleros (entre ellos el de remachar los rivets), un vídeo que es todo un homenaje hacia 'les gars de la navale' y sus feroces luchas sindicales. A los chicos del 2004, del Fórum de marras, no les iría nada mal darse un garbeo por la isla de Santa Ana para cargar pilas, como suele decirse.
Al día siguiente del estreno teníamos el almuerzo del club de los pulpos. Yo le llamo así, pero hay quien lo llama la cofradía del Nautilus e incluso los amigos del Capitán Nemo. La referencia común es Julio Verne. Y es que el abuelo Jules era de Nantes, como Jacques Vaché, el poeta suicida, o el hombre caimán al que Pieyre de Mandiargues vio agonizar en el pasaje de Pommeraye. Huelga decir que todos los miembros, algo más de una docena, del club de los pulpos somos grandes admiradores de las novelas de Verne, pero no por ello nos pasamos los almuerzos hablando de ellas. En el almuerzo de este año, los temas de conversación han sido las viejas películas de Tati (Les vacances de monsieur Hulot se rodaron en la playa de Saint Marc, cerca de Nantes), la poesía de Lorca y la progresiva cretinización de los señoritos de la cultura municipal nantesa, con divertidas ramificaciones parisino-barcelonesas. Un almuerzo en el que, además de algunos pulpos, estaban presentes otros tantos calamares, pintores y escritores, animales de tinta china y de tinta Pelikan, amén de alguna hermosa sepia y un par de espléndidas gambas mediterráneas. Presidía el pintor Pierre Perron, criatura espiritual y divertida, al que cariñosamente llamamos 'el Kraken', quien nos ha abierto las puertas de su casa en las orillas del Erdre y donde jubilosamente hemos dado buena cuenta de docenas de ostras regadas con un excelente muscadet.
Como es de rigor, antes de tomar el avión de regreso a Barcelona hemos hecho la tradicional visita a la librería Coiffard, en la Rue de la Fosse. La maison Coiffard, librería y editorial, es una de las mejores de Francia. El escaparate principal está dedicado al poeta René Guy Cadou, un gran poeta local, fallecido muy joven, a los 31 años, y de cuya muerte se cumplen ahora 50 años. El paisaje de la Loire atlántica brilla con luz propia en la poesía del joven Cadou: 'La Loire comme une belle panthère allongée sur les sables...'. ¿Quién conoce aquí la poesía de Cadou, salvo el prodigioso Gimferrer y, tal vez, mi buen amigo Josep Palau i Fabre? En Coiffard llenamos la mochila de libros: La fable cinématographique, de Jacques Rancière; L'Holocauste dans la vie américaine, de Peter Novick; el Journal de Gervé Guibert...
Cruzamos el río camino del aeropuerto. La tarde, una tarde soleada, se va escapando por los viejos muelles de Nantes. Nantes, ciudad de negreros, corsarios y poetas; la ciudad del niño, del adolescente y joven Julien Gracq, el autor de La forme d'une ville, al que esta crónica -La horma de mi sombrero- rinde semanalmente cariñoso homenaje.
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