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HORAS GANADAS
Columna
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'El cuervo'

Rafael Argullol

No soy de los que conservan demasiados objetos e incluso me producen cierta perplejidad estas personas que acumulan insaciablemente cosas a lo largo de los años. Ni siquiera tengo un cuidado especial en contar e incrementar el número de mis libros, a pesar de que los considero, con creces, los objetos más valiosos. He dejado que el paso del tiempo fuera un filtro implacable que, junto al azar, selecciona las huellas que debían acompañarme, sin preocuparme demasiado por los extravíos imprevistos o los préstamos sin retorno.

Tengo a mi alrededor pocos objetos que yo crea -para mí mismo- de culto. Algunas decenas de libros y unos cuantos recuerdos de viaje que el tiempo y el azar han convertido en fetiches. Por eso me llama la atención que dos de estos testigos de mi vida cotidiana tengan que ver con Edgar Allan Poe.

El primero es un medallón, o quizá pisapapeles, que compré en Boston hace ya bastantes años, en una tienda que parecía más propia de trapero que de anticuario, aunque en el rótulo de entrada se anunciaba antiques. Es un pesado disco de cobre en el que aparecen esculpidas diversas figuras más o menos fantásticas: mujeres veladas, gatos, carabelas, caballos alados. Sé que todas ellas están relacionadas con los relatos de Poe porque en la parte superior del medallón, como presidiendo toda la escena, aparece la inscripción Never more, la célebre proclama repetida en el poema El cuervo.

Me acuerdo bien de la tienda, pero no por qué entré, entonces, a comprar este objeto que he dado por perdido en multitud de ocasiones, aunque siempre ha reaparecido milagrosamente en algún cajón y ha sido destinado a coronar montones de papel: de ahí que yo crea que es un pisapapeles tal vez injustamente.

El segundo testigo relacionado con Poe es un libro precioso, algo maltratado, del que desconozco cómo ha llegado a mi biblioteca. Puede que lo comprara, sin recordarlo ahora, a un librero de viejo, o fuera una herencia familiar, o alguien, hace ya mucho tiempo, lo hubiera olvidado en casa. Cada vez que me acerco a las estanterías imagino que ya no está pero, con extraña fidelidad, resurge siempre semioculto por otros libros más recientes y menos valiosos. Se trata de un volumen publicado en Buenos Aires en 1944 con la versión francesa de los poemas de Poe realizada por Stéphane Mallarmé. El libro se completa con unas inquietantes ilustraciones debidas a Raquel Forner.

Como el medallón, el texto ofrecido por Mallarmé también está presidido por El cuervo, el primero de los poemas magistralmente vertido al francés: Jamais plus! En sus comentarios finales Mallarmé reflexiona no sólo sobre este poema, sino asimismo sobre el ensayo Filosofía de la composición, escrita por Edgar Allan Poe para demostrar que en su poesía únicamente había método y para negar cualquier espacio a la improvisación. Para Mallarmé, el 'juego intelectual' de Poe, abruptamente racionalista, no hace sino acrecentar la atmósfera de magia que desde un principio rodeó a El cuervo y que, luego, ha ido alimentándose generación tras generación.

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Acaso sea esta misma magia la que me ha hecho conservar el medallón, una suerte de talismán, y el curioso libro argentino. Pocos poemas tienen el poder misterioso de El cuervo, con su musicalidad refinada y primitiva al unísono, el eco martilleante -¡nunca más!- de un sonido que se emitió en alejados parajes de nosotros mismos. Pero en igual medida, escasos poemas como éste tienen la gracia de un color secreto que, tras su lectura, tiñe el aire.

Es casi imposible capturar este color secreto pese a que muchos lo han intentado. Uno de los que más se ha aproximado es Robert Wilson en el espectáculo POEtry, producido el año pasado por el Thalia Theater de Hamburgo, con música de Lou Reed. Un libro publicado recientemente por Mihail Moldoveanu, Composición, luz y color en el teatro de Robert Wilson (Barcelona, 2001), nos da precisas pistas sobre la extrema complejidad que subyace a una poética aparentemente tan diáfana. En las espléndidas fotografías de Moldoveanu desfilan algunas de las más destacadas escenografías de Wilson, desde la exuberancia pensada para La flauta mágica de Mozart hasta la sobriedad que servía de fondo al Alceste de Glück.

Las imágenes dedicadas a recrear El cuervo de Poe son particularmente impactantes pues, en efecto, parecen rescatar, aunque sea de manera fragmentaria, ese color secreto que fluye por sus versos: un chiaroscuro azulado, una luz que emana de fuentes espectrales, un espacio abstracto. Todo traspasado por una tenue cadena de presencias cuyos eslabones son señales que pugnan por escapar a la vigilancia del tiempo. Un horizonte dominado por la abrumadora silueta del cuervo, la criatura que, con sus oscuros graznidos, juega a ser el oráculo de nuestra vida.

Entreviendo en la escenografía de Robert Wilson ese color secreto alojado en El cuervo entiendo mejor la constancia en acompañarme de esos dos testigos, el medallón y el hermoso libro de Mallarmé. Son recordatorios: siempre debe prestarse atención al intruso que imprevistamente llama a la puerta de nuestra conciencia.

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