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Reportaje:RETRATO DE WITOLD GOMBROWICZ

Por un humanismo de vanguardia

Puede que el mejor modo de explicar la posición desplazada que Witold Gombrowicz ocupa en el canon de la literatura del siglo XX sea reparar en el permanente equívoco que suscitan sus ademanes recalcitrantemente vanguardistas y el hecho de haberse instituido él mismo en heresiarca de un dogma triunfante: el de la juventud.

La insolencia y el gamberrismo de Gombrowicz invitan a reconocer en él, antes que nada, a un provocador, a un iconoclasta; pero le faltan agresividad y fanatismo para serlo cabalmente, y en los papeles de payaso, de zoquete, de niño malcriado que preferiblemente asume se encuentran los indicios de esa timidez, de esa obstinación propias de quien ha convertido el orgullo en escudo de una frágil pero insobornable integridad.

Ataca la pintura moderna, desdeña a los novelistas contemporáneos y asegura fundar su obra en modelos tradicionales
'Frente a la juventud, los adultos son cobardes, serviles, sin energía', afirma Gombrowicz

Integridad, sí. Conviene adosar este intempestivo término al de inmadurez, tan insistentemente pregonado por Gombrowicz, para connotar éste moralmente y sustraerle las negativas resonancias que entretanto ha ido cobrando. Porque la 'dificultad' -si alguna tiene- de Gombrowicz consiste en eso, precisamente: en su abanderamiento de palabras, de actitudes y de causas problemáticas, con las que -complicadas por su incorregible tendencia a llevar la contraria- se expone continuamente al riesgo de ser malinterpretado.

A este respecto, resultan muy ilustrativos los malentendidos a que dio lugar la actitud adoptada por Gombrowicz hacia los sucesos de Mayo del 68. Hacía apenas cinco años que Gombrowicz había llegado a Francia (después de permanecer en Argentina durante '23 años y 266 días, hice la cuenta') y disfrutaba, tardíamente, de un reconocimiento y de una admiración crecientes. Su salud, sin embargo, empeoraba, y su carácter cada vez más insoportable lo empujaba a arremeter contra todo bicho viviente, sin descontar al mismísimo Maurice Nadeau, impulsor de la publicación de Ferdydurke en Francia y responsable por tanto de su lanzamiento internacional. Celebrado, a pesar de todo, como apóstol y profeta de la juventud ('voy a hacerle una profecía: en el futuro, la juventud se impondrá en nuestra sensibilidad de una manera aún más profunda y terrible, sólo veremos a través de sus ojos', declaraba Gombrowicz en 1967), todas las miradas se volvieron hacia él cuando la revuelta estudiantil estalló. Pero Gombriwicz no tuvo más que palabras despectivas para los manifestantes. Apenas Cohn-Bendit se salvaba de la quema. Por lo demás, ¿qué tenía que ver él, Gombrowicz, con el pelma de Marcuse, o con el viejo Sartre subido patéticamente a un bidón y rodeado de micrófonos?

'Desde un punto de vista político e ideológico, el movimiento de la juventud no me interesa en absoluto', manifestaría Gombrowicz en 1969. 'Sus nuevas ideologías han sido previamente moldeadas por las personas mayores y son de mala calidad; son apariencias, palabras vacías. Veo en la crisis de la juventud una crisis de adultos. Frente a la juventud, los adultos son cobardes, serviles, sin energía, y sus juicios carecen de peso. Los intelectuales resultan ridículos en este movimiento, y Sartre igual que los demás... Se me ha pedido consejo, como si fuese un segundo Marcuse. Mi respuesta ha sido: 'Yo no me ocupo de semejantes tonterías...'. Actualmente, el acercamiento entre las generaciones está dominado por una retórica estúpida, una especie de revolución artificial que puede falsear a la larga esta relación decisiva'.

Es fácil imaginar la consternación que palabras como éstas produjeron, y las violentas reacciones que suscitaron de todos lados, especialmente desde la izquierda. Pero ya en Ferdydurke (1937) quedaba clara la posición de Gombrowicz, que hacía que su personaje, frente a 'las convulsiones idealísticas de la juventud', advirtiera cuánto en ellas era producto de 'la impotencia de vivir, la calamidad de la desproporción y la desarmonía, la tristeza del artificio, la melancolía del aburrimiento, la ridiculez de la ficción'.

Algo parecido ocurre con la vanguardia. Cuando uno esperaría que Gombrowicz, el loco, el golfo, el impertinente, batallara en ese campo, él anda ocupado en debatir con el existencialismo, y a las maneras urbanas, crepitantes y cosmopolitas de los vanguardistas, opone sus aires de noble provinciano, de 'hidalgo rural'. Gombrowicz ataca la pintura moderna, desdeña a la mayor parte de los novelistas contemporáneos y asegura fundar su propia literatura en 'modelos tradicionales' ('Ferdydurke supone una parodia del cuento filosófico al estilo volteriano; Trasatlántico es la parodia de un relato de los viejos tiempos, del tipo anticuado y estereotipado; Pornografía enlaza con la amable 'novela rural polaca', y Cosmos tiene algo de novela policiaca... Sí, busco el nexo entre esos géneros literarios de antaño, que son legibles, y la más reciente, la última concepción del mundo'). No deja de sorprender que salude a Ernesto Sábato como a un escritor de primer orden ('quedé fascinado por su gran novela Sobre héroes y tumbas, una obra verdaderamente extraordinaria...'). Y cuando en 1960 responde a una encuesta sobre los cinco autores que más le han influido, menciona a Dostoievski, Nietzsche, Thoman Mann, Alfred Jarry y André Gide. 'Como ven, ni Proust, ni Joyce, ni Kafka, ni nada de lo que hoy se hace. Prefiero autores anteriores, en los que la medida del hombre es más alta'.

¿Otra de sus boutades? Sólo en cierto modo. Pues nunca se insistirá lo bastante en la dimensión humanística de la literatura de Gombrowicz y en la naturaleza profundamente moral de su arte ('para el artista, la moral constituye una especie de sex appeal, por ella seduce y embellece, a sí mismo y a sus obras'). Es eso mismo lo que lo distancia del 'arte deshumanizado' de las vanguardias, del modernismo nihilista, del impersonalismo de la nueva objetividad.

'El hombre no es lo que es, es lo que no es': Gombrowicz siempre reprocharía a Sartre no haber llevado esta afirmación hasta sus últimas consecuencias. Por su parte, él apostó, en contra de toda forma establecida -de 'lo que es'-, por la pura y permanente posibilidad. Pero lo hizo, no se olvide, por preservar lo humano en su más libérrima integridad.

'El hombre no debe someterse a lo sublime que él mismo fabrica. Él está siempre por encima de sus creaciones. Hablo del hombre y no de la juventud, que aquí es una categoría poco importante'. Así habla Gombrowicz. Y a continuación él mismo se define, como artista, en los siguientes términos: 'Soy circo, lirismo, poesía, horror, alboroto, juego... ¿Qué más se puede pedir?'.

Witold Gombrowicz, en su casa de Paris
Witold Gombrowicz, en su casa de ParisSYGM/SOPHIE BASSOULS

La huella de Gombrowicz

'ASÍ QUE usted viene de la lejana Cuba... Todo muy tropical allá, ¿no es cierto? ¡Caramba, cuántas palmeras!'... Éstas fueron las primeras palabras que -cigarrillo en boca- dirigió Gombrowicz a Virgilio Piñera cuando se lo presentaron. Era el comienzo de una buena amistad. Piñera lideraría el 'comité de traducción' que sacaría adelante la versión española de Ferdydurke, en las míticas reuniones del café Rex. Y a él le dedicó Gombrowicz el primer ejemplar salido de la imprenta, otorgándole 'la dignidad de Jefe del Ferdydurkismo Sudamericano'. Desde entonces, el ferdydurkismo no ha cesado de actuar secretamente en la retaguardia de las literaturas hispánicas, y cada vez se hace más reconocible su huella en sus manifestaciones más vivas y originales. Los nombres de Sergio Pitol, de César Aira, de Enrique Vila-Matas, no por casualidad reunidos en estas páginas, son pruebas contundentes de esa huella, que algún día quizá quepa inventariar de modo parecido a como el mismo Vila-Matas (que tanto conecta con América precisamente por su grombowiczidad) ha inventariado la pléyade de los shandys o de los bartlebys. Ricardo Piglia se ha referido a la traducción argentina de Ferdydurke como una de las experiencias literarias más 'extravagantes y significativas' de las que se tiene noticia. En ella el español, 'forzado casi hasta la ruptura, crispado y artificial, parece una lengua futura'. Esa lengua suena para Piglia 'como una combinación de los estilos de Roberto Arlt y de Macedonio Fernández', en cuya encrucijada se habría construido la novela argentina, de la que Piglia dice, en alusión a Gombrowicz, que es 'una novela polaca'. El mismo Piglia enfrenta los modelos antagónicos de Borges y de Gombrowicz para señalar cómo, secretamente, los dos coinciden, por vías distintas, en demostrar de qué modo 'las literaturas secundarias y marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, 'irreverente', de las grandes tradiciones'. En este sentido, la huella de Gombrowicz vendría complementando, en toda Latinoamérica (continente de literaturas marginales y desplazadas, 'pequeñas', en el sentido kafkiano), la mucho más aplastante y reconocible de Borges, y a su cuenta habría que poner tantas otras manifestaciones que, con frecuente arraigo en la cultura popular, apelan a la inmadurez, a la inferioridad incluso, y al rechazo de toda norma y de toda impostura culturalista, en reivindicación de una libre, insumisa identidad.

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