Inaugurar no es lo nuestro
El arte de inaugurar no es lo que mejor se nos da por estos pagos. Las últimas aperturas de infraestructuras culturales de la ciudad han estado marcadas por la tibieza, cuando no por la polémica más encarnizada.
El caso más sonado fue sin duda la inauguración del Teatre Nacional, el 11 de septiembre de 1997, con L'auca del senyor Esteve. Ya la elección de la obra sonó a respuesta de Flotats a la consideración que le merecía el entonces consejero de Cultura, Joan Maria Pujals. ¿Quería éste abrir con un clásico catalán? Pues ahí tenía ese Rusiñol de aliño dirigido por Adolfo Marsillach. Aquella noche, Flotats subió a escena para entonar su ya célebre aria de los 'gats baladrers', en alusión a sus críticos. Fue una apertura triste, marcada por la rencilla. La verdadera inauguración se la había reservado Flotats para unas semanas más tarde, con una Gavina de Chéjov que dirigía y en la que él mismo actuaba. Pero para entonces ya había sido destituido como responsable del teatro.
Menos dramática, pero igualmente polémica, fue la apertura del Auditori, que echó a andar, sin ningún rodaje previo de la sala, el 22 de marzo de 1999. El programa que interpretó la Orquestra Ciutat de Barcelona en su nueva sede fue de puro compromiso: el riesgo brilló por su ausencia. Una fanfarria de apenas tres minutos, compuesta por Joan Guinjoan, fue todo el estreno que se escuchó en esa ocasión. Falla, Toldrà, Monsalvatge y Casals completaron un cartel en el que no hubo un solo representante de las nuevas generaciones. El caos llegó en los conciertos de los días siguientes: las entradas vendidas no se correspondían con las localidades realmente existentes. Eso, unido al polvo de las obras todavía en curso y a la falta de servicio de las barras de bar y de algunos sanitarios, evidenció que el edificio inaugurado en presencia de los Reyes estaba a medio hacer. Eso sí, las entradas se cobraban a precios normales, lo que provocó las protestas de los usuarios.
Menos conflictiva fue unos meses más tarde -el 7 de octubre de 1999-, la apertura del nuevo Liceo. La admiración internacional cosechada por la tenacidad y prontitud con que se había procedido a reconstruir el teatro tapó el escaso valor artístico de la Turandot inaugural, escogida para la ocasión con el poco convincente argumento de que ése era el título que debía seguir a Mathis der Mahler, en cartel cuando el teatro ardió el 31 de enero de 1994. De nuevo se desaprovechaba una ocasión de oro -nunca el teatro había atraído tantas miradas- para poner en primer plano la capacidad creativa de la institución.
Ayer el Lliure se encargó de escribir la última página de las desdichas inaugurales abriendo su flamante Teatre Fabià Puigserver nada menos que con una reposición. L'adéu de Lucrècia Borja, en efecto, se estrenó en Valencia el pasado mes de mayo, con motivo de las celebraciones del 500º aniversario de la fundación de su universidad. Mérito de la obra al margen, está claro que la ocasión de ayer merecía algo más sonado y marcado por el sello de la casa. Pero las maquinaciones internas han vuelto a impedirlo. La casa nova, de Goldoni, y Edipo rey, a partir de Sófocles, que debía dirigir Lluís Pasqual, habrán de esperar una ocasión mejor. ¿La habrá? En estos momentos parece que las posibilidades son muy remotas.
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