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Tribuna:Aniversario del asesinato de Ernest Lluch
Tribuna
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Matar al mensajero

Hoy hace un año que mataron a Ernest Lluch. Un demócrata más de los que ya no están entre nosotros, a quien le quitaron la vida por defender el diálogo, la paz, la tolerancia, el respeto mutuo y el reconocimiento del derecho a ser diferentes y caminar juntos. Y todo ello 'sin ira y con estudio' que diría el propio Ernest. Y en su caso, añado yo, con una generosidad y un respeto intelectual por las opiniones de otros, incluidos los violentos como pocas veces he conocido. Le conocí allá por 1973, y pronto ejerció notable influencia en mi proceso formativo y en la forma de entender y llevar a cabo el compromiso social y político. Desde que coincidiéramos, al final de la dictadura, en la primera comisión ejecutiva del antiguo PSPV, la vida nos llevó por senderos diferentes, pero en varias ocasiones nuestros caminos volvieron a cruzarse y siempre lo encontré igual que el primer día: interesado por mis proyectos de investigación, siguiendo de cerca la situación política, económica, social y cultural valencianas y muy preocupado por el País Vasco.

Le quitaron la vida por defender el diálogo, el derecho a ser diferentes y caminar juntos

En cierto modo fue un adelantado a su tiempo y, por ello, no siempre fue del todo comprendido. Pero su paso por diferentes ámbitos dejo huellas imborrables y a nadie dejó indiferente. La personalidad y vocación de Lluch eran tan impresionantes que admite muchos registros. El de joven profesor en la facultad de Económicas de la Universidad de Valencia, capaz de crear una sólida escuela de economistas que inició y renovó los estudios sobre la economía valenciana; como investigador que supo reconocer y aprovechar en su obra, pionera en tantas cosas, La vía valenciana, el trabajo de geógrafos e historiadores de la facultad vecina; como ciudadano comprometido con la lucha por la recuperación de la democracia y las instituciones de autogobierno en el país; como intelectual capaz de entablar diálogo respetuoso con la obra de Fuster, con la necesaria distancia histórica; como un valenciano más, contribuyendo a enriquecer el servicio de estudios de la Cámara de Comercio de Valencia o a revitalizar la Sociedad Económica de Amigos del País; como portavoz en el congreso de los Diputados del grupo parlamentario de los socialistas catalanes y su destacado papel en los primeros pasos de la construcción del Estado autonómico; como ministro de Sanidad, impulsando la ley que universalizó el sistema público de salud; como rector de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo creando un enorme interés por conseguir los niveles más elevados posibles de seriedad y excelencia académicas; de nuevo como profesor universitario en Barcelona, querido y respetado por sus alumnos y atento a las ideas y debates académicos. Y durante toda esa dilatada y rica experiencia vital, truncada de forma brutal en su momento de madurez, siguiendo muy de cerca la situación de la realidad valenciana y muy comprometido con el complejo escenario del País Vasco.

Lluch constituye uno de los pocos ejemplos en los que he podido comprobar que el trabajo intelectual y el político no sólo eran conciliables, sino que se reforzaban. En su caso, parafraseando a Bobbio, las ideas políticas y la práctica no corrieron por raíles paralelos que rara vez se encuentran, sino que siempre fueron unidas. Nunca se alineó en el grupo de los intelectuales silenciosos. Y en el terreno de las ideas, siempre prefirió las fronteras a las más seguras trincheras o las confortables y descomprometidas retaguardias. Situarse en la frontera siempre es más difícil y arriesgado, pero también hace posible que las cosas se muevan. Quienes como Lluch se aventuran a adentrarse en tierras de frontera, e incluso a cruzar a territorio extraño, se arriesgan a ser rechazados o a no ser reconocidos por quienes viven al otro lado. Incluso a veces puede ser un incomprendido entre los suyos. Pero él no sabía o probablemente no podía vivir de otra manera.

En la frontera de los estudios económicos fue el primero en abrir el debate sobre el modelo de desarrollo valenciano y sus semejanzas con otras regiones de Italia o Francia. Abrió el debate, a propósito de las tesis mantenidas por Fuster en Nosaltres, els valencians, como Lluch solía discutir: poniendo por escrito sus opiniones y demostrando un exquisito respeto por Fuster. Reclamó la necesidad de reforzar el eje económico mediterráneo, en mitad de un conflicto contra Cataluña, tan artificial como estéril, que el tiempo se ha encargado de reducir a la mínima expresión. Comprendió, 20 años antes que Krugman, que el territorio es fundamental en los estudios económicos. Y dedicó muchas horas a demostrarlo, estudiando a fondo todas las investigaciones que, hasta el momento de escribir su Vía valenciana, se habían llevado a cabo en Valencia sobre aspectos territoriales. Y la muerte le sorprendió escribiendo, no por casualidad, en una revista de la Universidad de Valencia, L'Espill, a propósito de un libro del profesor Enrique Giménez sobre militarismo y castellanización en la Valencia posterior a 1707. Pero hubiera podido ser a propósito del último artículo del profesor Furió, del maestro Antoni Mestre, del profesor Vicent Soler o de cualquier otro de nosotros. Porque nunca abandonó Valencia ni su universidad.

En la frontera del pensamiento político, fue uno de los primeros en abrir el debate sobre el modelo de Estado en España. Se aventuró, junto a su amigo Herrero de Miñón, a plantear la necesidad de explorar nuevas formas de fomentar el diálogo, de construir nuevos puentes, entre las diferentes sensibilidades que coexisten en la sociedad vasca. Y fue por ello, por propiciar el dialogo y contribuir a avanzar propuestas que aportaran alguna luz y permitieran salir del túnel en el País Vasco, por lo que ya no está entre nosotros. No puedo borrar de mi memoria las imágenes del mitin que pronunciara en la plaza de San Sebastián junto a Odón Elorza y su vibrante defensa del valor del diálogo frente a la violencia. Algunos, desde la oscuridad del túnel en el que viven, pensaron que la única arma que Ernest sabía utilizar, la palabra, era demasiado peligrosa. Y utilizaron contra él, y contra todo lo que él simbolizaba, otras armas que sí arrebatan la vida. Si con ello intentaron, una vez más, matar al mensajero, de nuevo ha sido inútil, porque Lluch, y tantos otros, no eran mensajeros, sino que son el mensaje. Aunque ya no estén entre nosotros.

Joan Romero es profesor en la Universidad de Valencia.

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