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Columna
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Montse

El martes acudí al homenaje que la Asociació Amical de Mauthausen brindó a la escritora Montserrat Roig, en el décimo aniversario de su muerte. Aforo y escenario del Palau de la Música Catalana se llenaron de amigos y de ausencia. Quedó gente en la calle: la aglomeración en torno a su recuerdo fue una pequeña muestra del vacío que dejó, aquí y en muchos otros lugares del mundo. Montse la novelista, Montse la ensayista, Montse la periodista, Montse la cosmopolita, Montse la mujer, Montse la madre, Montse la ciudadana, Montse la amiga, Montse la protectora, Montse la persona. Sin orden de preferencias en la lista de definiciones: viviendo y dándose al máximo.

Me resulta más difícil hablar y escribir de Montserrat Roig ahora que hace diez años, cuando, en la calentura provocada por el dolor de su fallecimiento, aullar resultaba más sencillo. Hoy su pérdida se ha convertido en un estilete que remueve las tripas. Es la herida del tiempo, ahondándose a medida que se agranda la certeza de que éste hubiera sido un mundo mejor con ella viva, como lo fueron aquellos años, la segunda mitad de los setenta, en que la traté más. Esta ciudad a la que pertenecía, Barcelona, tiene sombrías esquinas por las que se transita con la desolada conciencia de que ella ya no está.

En el Palau se produjo un momento impresionante. Fue cuando hablaron sus hijos, Roger y Jordi, tan obra suya como lo que escribió, y que son ellos mismos, dos hombres espléndidos, precisamente por eso, porque les educó para la ética y la libertad. Jordi, el menor, se detuvo en su parlamento, y todos pensamos que había descubierto un error en el papel, un cambio de párrafo, la pérdida de una página. No era eso. Había leído para sí una palabra, madre, y no pudo evitar que le arrasara la emoción.

Sentí en aquel instante que la afilada maldad del estilete se disolvía en mis tripas, y que las lágrimas de los hijos de Montse, visibles las del uno, las del otro no, apaciguaban la herida del tiempo. Que Montse, gracias a Roger y Jordi, está entre nosotros todavía, y no sólo en el recuerdo o en los escritos. En la carne y la sangre. Como nunca imaginé mientras les vi jugar en la cocina del piso de la calle Bailén.

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