El rito de ayer
Se trata de sostener aquí a los que se fueron y que a tantos les siguen visitando en sueños, ensoñaciones, recuerdos y demás formas de la prodigiosa vida mental.
Fuimos anteayer al tanatorio de Les Corts para despedir a un hombre, casi un anciano, que acaba de someterse a la inexorable sentencia del tiempo. Si ya cualquier funeral es de por sí una liturgia melancólica, y más si el difunto es cercano, el sin duda bienintencionado sermón con el que el mosén pretendía confortarnos y elevarnos el ánimo empeoró mucho las cosas: nos sentó fatal. Con aplomo y énfasis dignos de mejor causa, nos prometía que la separación provocada por la muerte de Silvio es, aunque dolorosa, transitoria, cosa breve si bien se mira, pues pronto todos nos reuniremos en el cielo con él, ya que todos nosotros, todos los que abarrotábamos la capilla -y aquí, con los dos brazos abiertos en un elegante revoloteo de las mangas del alba, espumosas de encajes, trazó un círculo que nos encerraba como un conjuro-, íbamos a morir. ¿Todos? ¡Sí, todos! ¡Los que lloraban en el primer banco y los que secreteaban en el último! Los extremos de la estola se agitaban al ritmo de su indeseada profecía como dos manos de tela morada intentando aplaudir. Los deudos éramos algo así como el pasaje de la barca que imperceptiblemente ya ha levado el ancla, ya se aleja por el río que no se puede remontar, ¡ay, ay, ay!, y hasta me pareció que un señor que me miraba de reojo espiaba en mi perfil la aparición de los primeros síntomas de descomposición, como si el trasluz de las vidrieras me transparentase la calavera. ¡Un momento!, quise gritarle al profeta de lo obvio que seguía consolándonos desde el púlpito, ¡no tanta prisa! ¡Stop! ¡Sin empujar!
Día de difuntos. Intimidad de quien se acerca a una tumba, limpia la lápida y reza tal vez para que sus seres queridos le recuerden
Estamos acostumbrados a no considerar la muerte en absoluto, o a considerarla como un asunto personal, y quien más quien menos se siente el emperador Adriano escribiendo o dictando en su lecho postrero los versos inmortales: 'Animula vagula blandula/ hospes comesque corporis/ quae nunc abibis in loca/ pallidula rigidula nudula/ nec ut soles dabis iocos' ('Alma pequeña, errabunda, acariciante/ huésped y compañera del cuerpo/ que ahora te irás a lugares/ pálidos, yermos, desnudos/ donde no jugarás como solías'). A este trance no queremos sentirnos llegando en masa apretada, en un autobús abarrotado. Un poco de intimidad, por favor.
La humanidad, o la grandeza, o la dignidad de los ritos del día de los difuntos que ayer, como cada año, celebraron millones de personas visitando un nicho determinado en un cementerio muy concreto, llevando flores y rezando una oración, es la inversa del sermón de anteayer. Clara y naturalmente de lo que trata esta masiva peregrinación, mi estimado y equivocado mosén, de lo que hablan esos rituales, esos trapos y cepillos que muchos llevan para sacarles el polvo a las tumbas, no es tanto de nuestras supuestas ansias de aproximarnos al cielo como de la persistencia de los afectos terrenos, de sostener aquí a los que se fueron y que a tantos de los que se quedaron les siguen visitando de vez en cuando en sueños, ensoñaciones, recuerdos y demás formas de la prodigiosa vida mental. En la tumba que visitamos ayer en el cementerio de un pueblo, tumba de un joven muerto en 1942 a los 25 años de edad, como cada año alguien anónimo, un hombre o una mujer desconocida para la familia, se había adelantado, había madrugado para dejar ante la losa una flor como cada año, y a quién no le admira y conmueve esa constante, misteriosa y, en este caso, además secreta negativa a 'zanjar el asunto' que quedó suspendido en 1942. Esa flor confirma ciertas permanencias tan largas que parecen eternidades, ese acto mínimo desmiente la catástrofe general en cuya inevitabilidad e irreversibilidad tendemos a creer demasiado apresuradamente. Seguro, además, que no se trata de un caso único ni siquiera excepcional. Pero no son cosas de las que se hable mucho. En su último libro Valentí Puig cuenta una visita a la 'tomba dels pares' parecida a la que tantos hombres y mujeres cumplieron ayer. Empieza así: 'Venc una vegada cada any i els taxistes m'esperen/ escoltant la ràdio...', continúa describiendo la extensión del mundo, ciudad de Palma, cúpulas de Roma y huerto de Getsemaní, más allá del recinto convencional del cementerio, y termina: 'M'he oblidat de comprar flors, reso un parenostre/ i us demano: 'D'allà on sou, per favor, recordeu-me'. Ya ha señalado alguien que la inesperada plegaria de este último verso, que sucede naturalmente a las impresiones y sugerencias prosaicas, es el revés y el complemento del 'adieu, adieu, adieu. Remember me' con que se despide de Hamlet el espíritu de su padre. El poeta inglés y el mallorquín escribieron esos versos y muchos otros hombres y mujeres los encarnan ayer y cada año.
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