Una inglesa romántica
'La révolution française est finie'. En las inmediaciones de los fastos que iban a celebrar el bicentenario de la toma de la Bastilla, François Furet proclamó su indignación por la actualidad de los acontecimientos que conmovieron al mundo mucho más que 10 días. No había manera de desterrar los vestigios de aquellos sucesos al sepulcro donde se pudren los hechos del pasado, al foso donde duermen los crímenes impunes y los castigos latentes. La Revolución francesa se contemplaba como experiencia, no sólo como reliquia. Se veía, 200 años más tarde, como tradición, no sólo como memoria. Sus palabras seguían inspirando los gestos, sus héroes continuaban encarnando esperanzas o desconsuelos. Por ello, el desaparecido Furet se enfrentó a la normalidad con que ese pasado devenía perpetuidad inagotable, y quiso instalarla en los polvorientos anaqueles donde habita el olvido o donde sólo deambulan los forenses de la historia, los profesores con autorización académica para examinar un cadáver inofensivo.
Sin embargo, la revolución no concluye. Sólo hace falta asistir a la pulcritud de la última película de Rohmer, La inglesa y el duque, para constatar esa actualidad de un acontecimiento convertido en cultura. La película de Rohmer, como sucede con todas las suyas, es un acto de delicadeza que se agradece en estos malos tiempos para la lírica. Siempre te asegura algo más de una hora en un mundo que parece temer romperse, que pulsa la realidad con la cautela de un marchante de porcelana, que atraviesa las escenas con los gestos en suspenso, como si hasta el tiempo pudiera dañar la atmósfera frágil.
En La nuit de Varennes, aquella espléndida cabalgata que atravesaba las contradicciones de una época, se nos sumergía en un mundo que cambiaba entre el entusiasmo de unos y el desconcierto aterido de los otros. El presente se instalaba como un espacio crítico entre el pasado inerte y el futuro aún inmóvil. Las amargas lágrimas de Hanna Schygulla, la doncella de una reina moribunda, salpicaban el cinismo lúcido de Mastroianni-Casanova y la resignación ante la brutalidad de la historia de Keitel-Payne. Dudo que una película vuelva a proporcionarnos con tan exactitud y un lenguaje tan sensible la densidad de los acontecimientos decisivos, la crónica de una transición.
En La inglesa y el duque, la tentación del informe cede ante la voluntad del estilo. El tiempo de los grandes hechos ya no es un paréntesis, sino un desdoblamiento, que se expresa en la configuración plástica de la película. El escenario es de un cartón piedra agresivo, evidente. No se ha buscado una localización, sino una ficción sobre la que se desarrollan los acontecimientos. Las fachadas son esquemas, la vegetación un esbozo, el lejano París del día de la ejecución de Luis Capeto es una acuarela sobre la que se inclinan los personajes, un falso paisaje sobre el que transcurren vidas a las que se va arrebatando el sentido, la orientación, la seguridad.
En los interiores, en casa de la señora Elliott, el duque de Orléans, el general Dumoriez y otros visitantes aparecen actuando, sus palabras golpean con la resonancia ronca de los pozos vacíos. Sus movimientos son pausados, aletargados, como el caminar de los sonámbulos sobre un espacio en sueños. Sus cuerpos parecen inculcados al escenario como una pieza del decorado. Su vida se ha convertido en una serie de gestos incomprensibles y, por ello, sus actos parecen una exageración.
La vida sólo irrumpe con realismo cuando las patrullas de vigilancia, el pueblo, entra en esos salones donde se preserva la intemporalidad. La fealdad, los defectos físicos, la suciedad, la borrachera de los revolucionarios entra como una pasión en la quietud absorta de una colección de miniaturas. El mundo suave y ordenado es sofocado por esa agitación de la realidad. En la película de Rohmer, el pueblo no actúa, pero hace. No disimula, sino que se expresa.
Atónitos, los nobles liberales que se han reunido en torno al duque, a Philippe Égalité, son más espectadores que protagonistas. Ese movimiento lacio que los domina, incluso en los momentos de desesperación, es el genio que Rohmer inculca a su lectura de una agonía. Ellos esperaban el fluir encauzado de los acontecimientos, sobre esa realidad a su medida, hecha de salones minuciosos y bosques geométricos, de fachadas de cartón piedra y lejanías falsificadas. Esperaban dominar la reforma y les sorprendió la revolución. Esperaban los hechos y los sorprendió la historia.
El mérito de Rohmer es haber convertido en una deliciosa tarde de domingo, en la penumbra de una sala de Barcelona, esa inmensa y duradera turbación que, a pesar de la exigencia de los Furet, no ha terminado.
Ferran Gallego es profesor de Historia contemporánea de la UAB.
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