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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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El mal gusto real

En el breve periodo de director del Prado, Paco Calvo Serraller dio una conferencia sobre el pasado y el futuro del museo madrileño en el Círculo del Liceo de Barcelona. Recuerdo una explicación de la calidad de los fondos pictóricos en relación con el conocimiento artístico de los reyes de España. Calvo afirmaba que los Austrias y los Borbones fueron reyes de una sensibilidad artística y de un nivel de información que les permitió decidir el contenido de una de las mejores colecciones de arte del mundo, y una de las más interesantes desde el punto de vista de la interpretación histórica precisamente porque explica el tono cultural de cada monarca. Este buen gusto real se explica por muchas razones, entre las cuales no hay que olvidar -como decía Calvo- el valor pedagógico de la presencia permanente de la colección en el mismo palacio donde se educaban los príncipes. Y no sólo la presencia de las obras, sino también la de los grandes artistas que frecuentaban la corte. Los futuros reyes modelaban así su sensibilidad para continuar la calidad y la coherencia de la colección.

Cuando Fernando VII -cediendo a la larga presión de liberales y afrancesados- traspasó la colección real al recién fundado museo, el palacio se quedó sin las grandes piezas artísticas y, por tanto, sin la cotidiana lección de arte y de historia del arte, una lección que, con el museo, tenía que transferirse, con voluntad democrática, al público general. La primera cabeza coronada que se crió en estas malas condiciones fue Isabel II, la cual enseguida confirmó la hipótesis de Calvo con su incultura artística y con el inicio de un deplorable arte cortesano marcado por el mal gusto.

A partir de Isabel II el panorama fue empeorando. Los dos Alfonsos consecutivos se formaron en un ambiente artístico deplorable, precisamente en una época en que Europa vivía una de sus cumbres creativas. Ningún artista -ni español ni extranjero, ni académico ni revolucionario- fue llamado a la corte, cuya putrefacción cultural estaba a la altura de su corrupción política. ¡Qué lejos estaban aquellas cortes de Felipe II, de Carlos III o de Carlos IV, cuando los reyes se hacían retratar por los mejores artistas contemporáneos! Los retratos de Alfonso XII y Alfonso XIII son una triste vulgaridad y las pinturas que adornaron su vida cotidiana no alcanzan ni siquiera la cursilería de la pequeña burguesía.

Recuerdo haber visitado hace años las habitaciones particulares de Alfonso XIII en el Palacio Real de Madrid. Me quedé pasmado ante el tono cuartelario de las pobres estancias, que ni siquiera alardeaban de una pobreza de displicente aristocracia. Eran simplemente el resultado de un profundísimo mal gusto, de una ignorancia supina. Dos o tres generaciones sin la pedagogía de la presencia artística habían generado unos seres monstruosos, incoherentes con el papel representativo y jerárquico que se supone que las monarquías reclaman. Pero me entró una duda: quizá la monstruosidad anticultural y la falta de educación artística no eran las causas, sino las consecuencias de la institución monárquica, entonces ya extemporánea y lejos de la realidad social. Quizá fue entonces cuando empecé a sentirme otra vez republicano.

El fenómeno ha continuado en la misma línea, aunque ahora el maleficio carga mayormente en la arquitectura y la decoración. Los Alfonsos aún se protegían tras la carcasa solvente de la arquitectura y el mobiliario antiguo del Palacio Real. Ahora el llamado palacio de la Zarzuela es una arquitectura mala y anticuada con un mobiliario a imitación de presuntas antigüedades y presume de la falta de cualquier muestra de arte actual y de cualquier confortabilidad decente. Si el espíritu democrático de la nueva monarquía se propuso asimilar el mal gusto de la baja burguesía, hay que reconocer que lo ha conseguido. Como lo han conseguido también la mayor parte de mansiones oficiales: el llamado palacio de la Moncloa es todavía peor, la residencia oficial del presidente de la Generalitat y el llamado Palacete Albéniz, del Ayuntamiento de Barcelona, son igualmente desesperantes. Quizá la única excepción será la futura residencia de Fraga en Santiago que está construyendo el excelente arquitecto Manuel Gallego. La arquitectura más progresista habrá sido promovida por el político más reaccionario.

Nacer, crecer y educarse en el ambiente arquitectónico de la Zarzuela debe de ser muy pernicioso y no parece justo haber machacado espiritual y culturalmente a un futuro rey con tales iniquidades. Los resultados ya empiezan a mostrarse. El príncipe Felipe se está construyendo ahora su propia residencia y, como explicaba en estas mismas páginas Fernández Galiano, va a ser un chaletito digno del largo aprendizaje en el mal gusto de la Zarzuela. No esperábamos que fuese un edificio tan digno como la Casita del Príncipe de El Escorial, construida cuando sus antecesores tenían autoridad y cultura. Creíamos que, por lo menos, intentaría representar alguno de los valores de la actual arquitectura de España. Pero será la representación real de la vulgaridad de tantos chaletitos de cualquier urbanización especulativa. Me temo, incluso, que se contamine hasta en los enternecedores detalles hogareños: después del acontecimiento matrimonial que estamos esperando, podrán colocar un cartelito que diga 'Villa Eva'. Espero que nadie le adjudicará el título de palacio.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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