Intruso
Me llamo Genaro, tengo unos cuantos años y estoy jubilado desde el pasado 11 de septiembre, cuando lo de esas Torres Gemelas de cuyo nombre no lograré olvidarme. Ese día se jubilaron también mis ilusiones sobre el futuro pluscuamperfecto de la humanidad. Desde entonces sufro alucinaciones, desconfío de los rascacielos, sospecho que todos los polvos son ántrax e intuyo terroristas suicidas bajo mi almohada. El médico me ha recetado disipación, cosa que estoy realizando ejemplarmente con excelentes resultados en esta ciudad sobrada de ocasiones para el delirio. Mi ejemplo puede servir de pauta a otros ancianos que deseen partirse de risa en estos momentos de cólera y frenesí. La sonrisa ha vuelto a mi semblante. Al principio era risa de conejo, luego de hiena; ahora es una risa tonta que ha devuelto la jovialidad a mi alma. Aquí va mi testimonio.
Como medida profiláctica, el doctor me aconsejó practicar aficiones antiguas que uno no desarrolla en la vida por falta de tiempo o exceso de vergüenza. Llevo ya más de un mes ejercitándome en lo que siempre me apeteció: meterme en camisa de once varas y participar en funerales sin que nadie me dé vela en el entierro. He de añadir en mi descargo que estas actividades me deparan mesa y mantel gratis, pero también logran sacarme de quicio. Todas las semanas me infiltro en un par de bodas, otros tantos velatorios, algún homenaje y, de vez en cuando, una despedida de soltero.
Hasta ahí, todo en orden. Lo malo es que, por ejemplo, el jueves pasado me tocó una boda vegetariana y hube de increpar airadamente a los novios por el menú. Asimismo, en uno de los funerales, y en pleno Miserere, se puso a cantar el teléfono móvil que el difunto llevaba en la chaqueta, y a mí me dio un ataque de risa y me expulsaron sin contemplaciones de la ceremonia. Eso por no mencionar el homenaje que se dio el viernes a un policía jubilado: no tuve más remedio que pronunciar a los postres un discurso en el que, sin querer, herí los sentimientos del homenajeado cuando se descubrió que yo no conocía ni su nombre. Total, que se me ha quitado el miedo.
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