_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Macrófago

Visito al cardiólogo cada seis meses por pura prescripción: una revisión ordinaria de los niveles y conductos, el estado del motor, la presión, ya saben. Me resulta hasta agradable porque, entre pruebas de esfuerzo y electrodos, siempre aprendo alguna nueva historia del corazón. En eso es un científico humanista y un experto el doctor Quiles, al que castigo también con mis quebrantos literarios para darle frivolidad a la consulta. Quizá por eso nos queremos. Pero lo que no sabe mi cardiólogo es que me estoy aficionando a su especialidad y leo y subrayo cualquier noticia sobre cardiopatías, isquemias y patologías semejantes. Lo último lo tengo encima de la mesa y, créanme, me ha conmovido como un drama de Roberto Benigni. Seré breve. Resulta que en el reciente Congreso Nacional de Cardiología, Valentí Fuster, insigne científico catalán llegado de Nueva York, soltó en el discurso inaugural un descubrimiento sorprendente que voy a tratar de explicarles. Miren, ya se sabe que la razón directa del infarto es la inflamación y obstrucción de las arterias por acumulación de lípidos (ácidos grasos) que acaban formando una placa o trombo. Pues bien, según parece, la historia es otra mucho más lírica que roza incluso la tragedia romántica del mejor Shakespeare, porque todo se reduce a un problema de amor con suicidio incluido. Él no podía ser otro que el macrófago, una célula encargada de eliminar la grasa de la sangre para mantener su fluidez; sin embargo, no es nadie sin la proteína c-reactiva, que le da la energía y la estabilidad emocional para ingerir la grasa que se tercie. Pero ocurre que cuando la proteína en cuestión disminuye o desaparece, el macrófago no sólo se deprime, sino que, cumpliendo un código genético o de honor, se acaba suicidando, liberando en el proceso unas sustancias tóxicas que obstruyen el vaso y que provocan un aumento anormal de la coagulación de la sangre. He aquí la teoría de la hipercoagulación. Para lo cual sigue siendo recomendable el filtro de amor del HDL o colesterol bueno, que evita la desaparición de la proteína y, en consecuencia, los malos pensamientos del macrófago enamorado. Conmovedor, de verdad. Vascularmente conmovedor.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_