Cataluña canalla
¿Reír o llorar? El antiquísimo dilema tiene hoy una sofisticada tecnología de domesticación de la risa o el llanto. Hasta el punto de que hay gente que ya no ríe ni llora nunca si no es gracias a intermediarios como el cine, la televisión, los libros o el fútbol. Y esos intermediarios fabulosos han convertido, como cabía esperar, las lágrimas y las carcajadas en un producto que cotiza en el mercado. Gracias a este fabuloso negocio -véase Buenafuente, véase Sardà, véase Ana Rosa- nos sentimos humanos. Los animales ni ríen ni lloran a lo que parece, ¿qué haríamos, pues, sin tan esforzados intermediarios?
La producción de lágrimas da hoy dividendos más que nunca, aunque ya no es tan fácil hacernos llorar. A fuerza de hacer normales las tragedias, las lágrimas se devalúan porque los seres humanos se endurecen (¿se civilizan?). Pero eso no es problema desde el momento en que se descubre que, forzando un poco la máquina que fabrica dramas y tragedias (por ejemplo convirtiéndolas en reales), los individuos recuperan otra vez, en lo más hondo de sus entrañas resecas, el mágico líquido salado. La escalada de las lágrimas es, pues, parte del medio ambiente en el que nos movemos. No es extraño, por tanto, que tantos estén tan tristes. Es lo más fácil.
La risa, en cambio, qué difícil. De ahí que los humoristas -siempre escasos- sean vistos como héroes. Hasta los más palurdos de los humoristas, aquellos que hacen de la risa un circo y una exageración que da pena, son celebrados, expuestos, subvencionados. ¡Queda tan bien reír a carcajadas en una sociedad tan triste! De eso -de fabricar el producto risa- se trata hoy cuando se habla de humor. Porque apenas queda lugar para el humor inteligente, ese que, produzca carcajadas o no, nace de la humanidad, atónita ante los acontecimientos que ella misma produce (y que van desde el G-8 hasta los shows televisivos).
Así, tras la tragedia americana y en espera de nuevas tragedias afganas o de donde sean, los atónitos inteligentes, al plantearse de nuevo el dilema (¿reír o llorar?), escogen reír, aunque sea políticamente muy incorrecto. Igual que es incorrecto tomarse a chirigota 'grandes temas trascendentales', como la identidad catalana, la política o los beneficios económicos.
Todo esto no es ninguna novedad, ciertamente. Pero sí es novedad (¿y un buen augurio?) que reviva una cierta Cataluña canalla capaz de reírse de su sombra, de Bin Laden, de Pujol, de Aznar, de Bush, de la oficialidad cultural y de la ñoñería de colegio de monjas -que diría De Azúa- en que se ha convertido este país. Sí es novedad que Pere Gimferrer, querido poeta y académico, tenga un sosias maravilloso -el pintoresco Ginfi, ¿qué dirá de él el académico?- que haga de maestro de ceremonias en un cabaret político catalán.
Y sí es novedad que el género cabaret político amanezca de nuevo -esta vez en un café teatro y no la batalla partidista- en Barcelona en el siglo XXI (El burladero, dirigido por el ex joglar Jaume Collell en Teatreneu desde el 12 de octubre), con actores y músicos irreverentes. Que para esto está el buen humor, ese que utiliza la risa para ensanchar el alma, ese que nunca tendrá subvenciones ni burócratas, ese que a duras penas encuentra patrocinadores. Y es novedad redescubrir que el ingenio humano que derrocha este espectáculo -presidido por las mil caras de Jordi Pujol- vale por millones de Buenafuentes, Sardàs y Anasrosas Quintanas, alquimistas mediáticos de la risa y el llanto industriales. Y es que la risa, la ironía y la sorna, cuando existen, son sólo artesanía. Y las produce el llanto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.