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Aproximaciones
Columna
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La cadena de la vida

'LOS (EDITORES) independientes, que crecimos de los socavones que los grandes grupos (editoriales) despreciaban, nos hemos convertido en sus ojeadores; levantamos las piezas para que otros las abatan'. Estas palabras de Manuel Borrás, alma de la editorial Pre-Textos, me han hecho sonreír. ¿Por qué convierte Borrás lo que es su timbre de gloria en un lamento de pérdida? 'Caínes' ha llamado a los grandes grupos editoriales que les arrebatan sus autores los pequeños. ¿Caínes? Pienso en los urbanitas, que son de estirpe cainita, frente a la mentalidad agrícola de la estirpe abelita, y no encuentro razón: ya no estamos en los tiempos en que la revolución industrial trastocó el orden social y volvió del revés las costumbres de vida. Los grandes grupos y los pequeños editores son urbanitas e hijos de la revolución industrial, son cainitas.

Si tomamos la palabra cainita como sinónimo de persona de malas intenciones, tampoco tiene razón Borrás. Es cierto que 'hoy la edición española es una sociedad de mercado implacable', pero ¿a qué mercado nos referimos? Yo, por ejemplo, soy mercado para Manuel Borrás, adquiero a menudo libros editados por él, me tiene atrapado con toda una serie de textos y autores, no puedo dejar de comprarlos. Es implacable conmigo. Es implacable porque edita con decisión y pertinacia libros que nos interesan a una serie de gente, libros que deseamos leer o descubrir, razón por la cual depositamos nuestra confianza en la imagen de la editorial Pre-Textos. Y en Siruela y en El Acantilado y en Minúscula y en Valdemar y en Visor y en Hiperión y en Machado Libros y en tantas otras como estas que menciono sólo a título de ejemplo.

Lo que yo creo es que, cuando uno se define o no tiene más remedio que definirse como pequeño editor, además de independencia -que se le supone- está haciendo declaración de vocación. Y la vocación del pequeño editor es descubrir. Es mucho más que un ojeador, es un descubridor. Y el que descubre, saca a la luz. Demos un paso más: el que saca a la luz, ilumina; el que ilumina, llena de conocimiento e inquietud y satisfacción a quien puede ver; pero el paso que sigue, el del aprovechamiento del descubrimiento, es tan lógico como la existencia de las oficinas de patentes. La explotación a futuro de su descubrimiento, que puede exigir con todo merecimiento, es harina de otro costal. Quien ha decidido dar la luz corre el riesgo de ser visto; es más: será visto.

Aquí es donde se instala el resquemor, o la simple protesta: yo descubro quién vale y entonces me lo quitan por la fuerza (del dinero) sin pagar siquiera el servicio. El descubridor se siente un cero a la izquierda. Su papel es el del pescador que afronta la mar para que los intermediarios obtengan el verdadero beneficio. Espero que Manuel Borrás no me mate si le digo que a él lo que le gusta es pescar, le debe gustar al menos tanto como obtener el mayor beneficio de su esfuerzo; porque al descubridor lo mueve tanto o más la sed de aventura que el oro soñado. El grupo grande se lleva al autor del pequeño editor no sólo porque es insaciable, sino porque es ley de vida, la misma ley de vida que casi siempre le impide ser descubridor, ser aventurero, la misma que le impide ser Manuel Borrás, la misma que convierte a sus directivos en tipos que se dedican por igual a llevar una acería que una editorial, o sea, que no valen para nada en concreto, que nadie los echará en falta cuando no estén. La verdadera estatura del pequeño editor no está en la talla física, está en la altura moral de su compromiso. Uno elige.

Hay pocos casos de autor que si se ha ido con un grande porque no podía rechazar la oferta de su vida, no ha dejado al pequeño después de la experiencia, como hay pocos casos de autores de vocación que soporten permanentemente la presión del grande sin que se resienta su escritura por la contaminación ambiente. Todo depende de lo que uno busque en la vida. El lamento de Borrás tiene algo de imposible aunque suene coherente. También hay editores como él a sueldo de los grandes grupos y tienen mucho más que perder cuando la cuenta de resultados se tambalea. Es como en la cadena de la vida que nos muestran los grandes documentales de la naturaleza, pero al revés; en ellos, el elefante que renueva y abona la llanura alimenta al diminuto escarabajo; aquí es el escarabajo el que alimenta al elefante. Como labor, parece desproporcionada, pero hay que reconocer que tiene sus alicientes.

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