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Tribuna:EN TORNO A LA ERA GLOBAL
Tribuna
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La parte del lector

Decir que el lector completa con su lectura el significado de la obra es decir poco. Antes que eso, el lector hace que la obra exista. A diferencia de un cuadro, que tiene una existencia objetiva a partir del momento en que está terminado, una novela no leída es como una partitura no interpretada, con independencia de que su autor sea un desconocido o un Cervantes. Y no bien la obra arraiga en el público lector, es también la lectura lo que la mantiene viva. No se trata, por supuesto, de un favor que el lector esté haciendo al autor o a la obra, sino más bien de un trueque, de una especie de intercambio de energía, toda vez que, iniciada la lectura, el lector necesita imperiosamente acabarla. En ocasiones experimenta esa necesidad incluso antes de empezar a leer la obra, en razón de lo que le han contado o de lo que ha leído acerca de ella. Así son las cosas y así seguirán siendo presumiblemente, por más que en ocasiones, con los tiempos que corren, la duda nos embargue. Le embargaba, por ejemplo, al dueño de la papelería del pueblo al lamentarse de que el libro que mejor había vendido con motivo del Día del Libro era uno titulado El libro blanco, una obra compuesta íntegramente de hojas en blanco.

Lo cierto es que en un mundo donde el concepto de entretenimiento se antepone al de cultura, todo facilita que El libro blanco sea el ideal de libro. Pues si a los adultos se les trata como a niños a los que hay que tener entretenidos con lo que sea, el plan previsto para los niños es mucho más sistemático. Se trata de que aprendan no lo que el individuo necesita para poder considerarse como tal, sino lo que la sociedad necesita, que es como decir lo que necesita el mercado. Los planes de estudio se orientan explícitamente en este sentido, con la objetividad de algo que es de fuerza mayor, y lo cierto es que, como si verdaderamente lo fuera, los padres de familia suelen prestar su conformidad, en la creencia, además, de que así se evita a los críos esfuerzos innecesarios. Se trata de ser pragmáticos, de que el niño estudie sólo lo que vaya a serle útil en su vida de cada día, ahorrándole el aprendizaje de conocimientos acerca del mundo en el que vive y acerca de sí mismo que no sólo carecen de aplicación práctica, sino que incluso pueden ser causa de infelicidad. Entre los conocimientos que de este modo se le ahorran, yo destacaría una serie de nociones generales relativas a lo que es el mundo y a lo que ha sido en el pasado; a lo que el hombre ha conjeturado acerca de sí mismo a lo largo de la Historia; al papel de las artes, del pensamiento y de la memoria; al valor del lenguaje y de lo que a través del lenguaje está a nuestro alcance merced a la lectura. Pero se da por supuesto que la ignorancia sólo es causa de frustración si se la contrasta con el conocimiento. Y con no contrastarla...

Un planteamiento, ni que decir tiene, totalmente equivocado. Ni siquiera el ordenador está capacitado para compensar la ignorancia. ¿Cómo buscar en Internet lo que se desconoce, lo mucho que se desconoce? En el Renacimiento no había ordenadores, y unas pocas personas diseminadas por toda Europa, los humanistas, rescataron textos fundamentales pertenecientes al mundo clásico, sepultados bajo casi un milenio de ignorancia. En el futuro, los ordenadores facilitarán enormemente este tipo de rescates, pero el que los maneje deberá tener una formación que en ningún caso le puede ofrecer el ordenador. Una formación con la que sólo contará el que haya leído, alguien capaz no ya de entender, sino de sentir emoción ante un texto determinado, de percibir su fuerza expresiva con independencia del lugar, el tiempo y la lengua en que haya sido escrito.

El tipo de lectura al que me estoy refiriendo es el que realiza normalmente toda persona a la que le guste leer. Por lo general se empieza a leer en la adolescencia; con el tiempo, los más dejan de hacerlo o se entregan exclusivamente a ocasionales lecturas de entretenimiento. Es decir: descartan de antemano toda lectura complicada o, lo que es lo mismo, toda lectura que les haga pensar o que suscite emociones perturbadoras. Tal actitud modifica sustancialmente la operación de leer, ya que el verdadero lector busca exactamente lo contrario y ni se asoma a los libros de evasión. Eso explica que las obras de verdadera calidad literaria sigan siendo leídas al margen del paso del tiempo. Y que los best sellers, las obras de gran éxito de público, dejen de pronto de ser leídas y caigan en el olvido, ya que las lecturas de entretenimiento están sujetas a la promoción comercial y a la moda, y al término de la temporada, de su particular temporada, el propio mercado se encarga de sustituirlas por otras.

Es el lector, por tanto, quien de forma casi despiadada establece la calidad de la obra. Sólo que esa selección reside en la obra, en una cualidad presente en ella que el lector necesita: algo que le hace entender la vida, la propia y la de los demás, de un modo distinto a como la entendía antes de esa lectura. Distinta y, desde luego, más rica en matices, sugerencias y hasta en certidumbres. Una obra que, en este sentido, cambia la vida del lector.

Si el que no lee imagina la experiencia de la lectura como un pasatiempo más, cuando no como una manía, al lector habitual, por su parte, le resulta difícil explicar esa experiencia, que tiene algo de intransferible; necesitaría sentirse un poco escritor para poder expresar mínimamente bien lo que determinada lectura le ha supuesto. Todo ello hace de la experiencia lectora, a la vez que una especie de secreto a voces, un ejercicio con técnicas propias encaminadas a potenciar su efecto. Técnicas que van de la fórmula casera -leer en determinado lugar, acompañado de determinada música, etcétera- al entusiasmo escolástico de aprenderse párrafos enteros de memoria, tal si de cartas de amor se tratase. Bloom, por ejemplo, recomienda leer en voz alta para uno mismo, cosa que hará más de un escritor cuando escribe -yo mismo lo hago-, por lo que no es de extrañar que la intensidad de la experiencia lectora se vea efectivamente incrementada. Lo que nada tiene que ver con esa lamentable lectura pública del Quijote que de forma ritual se repite año tras año, a modo de limosna que se introduce en el cepillo de una iglesia para compensar la culpa derivada de los pecados cometidos, de los libros no leídos en este caso.

Luis Goytisolo es escritor.

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