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Columna
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Las mochilas

Pues sí; cuando era estudiante de lo que se llamó enseñanza primaria ya estaban descubiertos el sistema métrico decimal y la imprenta, pero fue hace mucho tiempo. No se descartaban las correcciones disciplinarias en la escuela y los padres creían firmemente en la idoneidad pedagógica de un guantazo a tiempo, incluso a destiempo. Subsistía el abominable método memorístico, que tendrá sus pegas pero es mejor que nada. El dilema era simple: se aprendía de memoria la lista de los reyes godos y la clasificación de los insectos o se quedaba uno sin saberlo. Nunca me han servido de nada ambas cosas, y tampoco estorbaron a mi deficiente formación y desarrollo.

Ir a la escuela en tan remotas edades fue un derecho, no una obligación, y la figura del maestro o la maestra, una respetada presencia en la mayoría de las villas y los pueblos que coordinaba la población infantil de las aldeas. Otra cosa era que los progenitores, analfabetos hereditarios, encontraran útil que sus descendientes aprendiesen a leer, escribir y las cuatro reglas, ignorancia que -siempre hay una segunda oportunidad- podía corregirse durante el servicio militar obligatorio. La cultura básica era escasamente popular entre las capas subdesarrolladas, que consideraban los 250 vocablos utilizados y los dedos de las manos suficientes, con holgura.

El niño de entonces era un mero bulto animado, sin personalidad ni el aliciente de poder burlarse, injuriar e incluso apalear a los profesores, aunque los que iban a la escuela blasonaban de una superioridad casi clasista, considerada con general recelo y suspicacia.

Recientemente he leído un excelente artículo sobre el uso de las mochilas entre el estamento juvenil, como si fuera una moda novedosa. En aquellos lejanos tiempos míos -corran la numeración hacia la izquierda 70 años- llevábamos a la espalda, con orgullo y cierta petulancia, unas carteras de cuero rígido con dos correas para pasar los brazos y sujetarla sobre los hombros, igual que ahora. Puede considerarse criticable su estética cubista, pero en ellas cabían los elementos portátiles que no estábamos dispuestos a dejar en el pupitre a expensas de codicias ajenas. Era indispensable el plumier, una caja oblonga que guardaba los lápices, la goma de borrar, el sacapuntas, el mango de la pluma, las plumillas, el carboncillo y quizás el doble decímetro. En la impedimenta figuraban la regla, el cartabón, el estuche con el compás y la bigotera; en fin, los pertrechos imprescindibles para orientar la educación del nene y la nena. No recuerdo señales de alarma por la posible deformación de nuestras columnas vertebrales, lo que atribuyo a que nadie había caído en ello y, por tanto, el problema no existía. Lo que también recordamos los supervivientes es que las mochilas, el sombrero de ala ancha, el largo bastón, el pantalón corto y un pito eran parte del equipo de una casta, generalmente detestada por quienes esquivábamos los esfuerzos deportivos, que éramos más de los que puedan imaginarse. Hablo de los boy scouts, dominados por el ansia de triscar por los alrededores de Peñalara y otros agrestes lugares del Guadarrama. Con malévolo placer entonábamos una cancioncilla: 'Exploradores, niños gomosos / que con el palo hacéis el oso; / con la mochila y el correaje / parecéis burros que van de viaje'. Había mucha envidia en el fondo, e impotencia ante aquel esplendor kraussista que no intentábamos superar. Nunca fui explorador, y quizá debería sentirlo, aunque -como la mayor parte de los chavales- tuviera mis fantasías y deseos de recorrer las extensas praderas del Far West, cazando búfalos, matando indios y apresando cuatreros.

Entonces, poseer una raqueta de tenis era algo sólo asequible a los descendientes de aristócratas, banqueros o comerciantes prósperos. En el colegio al que me enviaron -regido por los levitas- jugábamos al fútbol con una pelota que tenía un núcleo de goma envuelto en trapos y forrada de cuero hábilmente cosido. El que recibía un pelotazo entre la cintura y las rodillas estaba aviado.

Las niñas, que recuerde, no llevaban mochila al cole. Parecía un accesorio varonil. La verdad es que no sé cómo se las arreglaban, aunque sospecho que siempre encontrarían algún compañero -en los no tan raros centros de coeducación-, familiar o amigo que cargase con los libros. Hoy, la vieja y castrense mochila ha vuelto, derivando hacia las sensatas bolsas de lona u otra tela fuerte que se llevan de la misma manera. Aquéllas eran condenadamente incómodas.

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