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Columna
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Regreso

En el siglo XVIII hubo filósofos egoístas, que afirmaron que la existencia del universo dependía enteramente de si era percibido o no por dos ojos, un olfato, una decena de dedos: la realidad tenía la duración de una mirada o del tiempo que tarda en saborearse una onza de chocolate, y cesaba en cuanto se cerraba una puerta y comenzábamos a descender las escaleras que nos conducen a la planta baja de la casa. Ahora que han concluido las vacaciones, uno siente la tentación de barruntar que con su propia ciudad ha ocurrido lo mismo; quedó borrada del mapa la tarde en que echamos los cerrojos a las maletas, se volatilizó en el momento en que los últimos edificios se enturbiaban en el espejo retrovisor, y ahora vuelve a nacer por efecto de nuestro soberano regreso. Es cierto: estas calles han estado vacías y no han sido calles, porque precisaban de los zapatos que les otorgaban su nombre; las cancelas de los comercios han permanecido echadas hasta hoy, emparedadas las tiendas; la ciudad se ha reducido, durante el verano, a ser un simulacro de sí misma, una sosias mala y sin esbozar del todo, que sólo defectuosamente podría haber correspondido al recuerdo que guardábamos de ella, a la imagen perfecta y rotunda que hallamos el día de nuestro desembarco. Cuesta creer que haya podido existir aparte de las ruedas de nuestro coche, del café que cada mañana celebramos sobre el mismo mostrador, que posea una entidad independiente de nuestro sufrimiento, complacencia, tedio. El regreso de las vacaciones consiste en una lenta terapia, en un pesado proceso de rehabilitación mediante el cual volvemos a ajustar los despertadores, a hallar la plaza de aparcamiento; el rostro en el espejo vuelve a ser el nuestro cuando las camisas hawaianas se abandonan en el armario, y la ciudad renace al pasearla, mientras vamos rescatando de la nada sus aceras y sus esquinas, escaparates ciegos, soportales.

Nuestra salud depende de ese precario acoplamiento: el regreso a la rutina es una maniobra tan delicada que cualquier disimetría podría arrojarnos en brazos de la histeria. Necesitamos que el reingreso en el cuerpo que abandonamos en el perchero se produzca elásticamente, sin lesiones serias, como en un guante que se va ampliando a medida que lo desfondamos con los dedos. Nos irrita que el dentífrico haya cambiado de lugar, que las zapatillas se escondan debajo de la cama; que el panadero haya traspasado el negocio a un sobrino desconocido nos escuece igual que un insulto, y que el contenedor de vidrio esté hasta los topes es excusa suficiente para odiar al Ayuntamiento. Regresamos a Sevilla y encontramos la Alameda levantada y todas las calles adyacentes convertidas en un cementerio de pavimentos, tuberías y terreros; nos resignamos a caminar entre el estrépito de las apisonadoras, a llenarnos las sandalias de polvo y dar complicadas circunvalaciones para alcanzar la pescadería. Resulta complicado reconocerse entre todo este infierno de desechos y ruido, reencontrar el camino que nos conducía hasta el bar del desayuno, a casa de los amigos. Y luego cerramos los postigos de las ventanas y regresamos al interior del piso, acobardados, sin saber a dónde hemos regresado, qué habrá sido de aquella ciudad de calles enteras y cubiertas de asfalto que abandonamos un día.

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