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Todos los alimentos del mundo

Podríamos contar nuestra vida a través de los platos que llegamos a probar en ella, sobre todo durante nuestra infancia. Por ejemplo, yo no creo que fuera el mismo sin los buñuelos de viento que mi madre preparaba, y sigue preparando, el día de Todos los Santos, unos buñuelos que hacen honor a su nombre y literalmente desaparecen en la boca, como si más que comerse se respiraran; o sin las tortitas de caramelo que me tomaba en León, en una cafetería que se llamaba Alaska, en compañía de una tía, hermana de mi madre, que llegó a superar los cien kilos y que ha sido la más grande y maravillosa devoradora de dulces que he tenido la ocasión de conocer. Ni por supuesto, sin la jalea de membrillo, que se obtenía de la larga cocción de las mondas y las semillas de los frutos, ricas en gelatina, y en una cantidad tan escasa que mi madre se veía obligada a administrar con mano férrea, para que el reparto pudiera alcanzar a todos. Como si el dulce un poco áspero del membrillo, cuya abundancia llegaba a hartarnos, formara parte de la prosa del mundo, y la jalea fuera su poesía. Y bien mirado creo que esta distinción entre prosa y poesía no es del todo inadecuada para referirnos a los distintos platos que podemos llegar a comer. Dando por supuesto, por ejemplo, que un cocido es pura prosa, por más que prosa épica, un canto al trabajo común y a la soledad del páramo en invierno; mientras que el pan o el aceite de oliva son poesía, ya que parecen añadir al mundo una cualidad nueva, algo que no estaba ni en el trigo ni en la aceituna de la que proceden. De forma, por ejemplo, que unas patatas guisadas, un pollo en pepitoria, un bacalao al ajo arriero, son inequívoca prosa, mientras que ese mismo bacalao, sólo que al pil pil, es poesía, y de la mejor, pues quién podía imaginar a ese pobre pez segregando a escondidas esa sustancia delicada y oleaginosa que luego en el plato parecerá más una fantasía del cocinero que una cualidad de su ser. También es poesía, claro está, toda la repostería. Por ejemplo, esos bizcochos que nada parecían tener que ver con los huevos, la leche y la harina con que se preparaban, y que de pronto se esponjaban en el horno ante nuestros ojos golosos como si de un momento a otro fueran a echarse a respirar por su cuenta. Y hablar de estos platos, claro, es hacerlo de las tardes interminables en la cocina, que al menos entonces era el reino de las mujeres de la casa. Y hacerlo del bullicio y de la eterna agitación que reinaba en aquel hermoso mundo donde ellas no paraban de hablar y reír, porque ése parecía ser el poder supremo que habían recibido de la naturaleza, el de volver comestible todo lo que tocaban, que hasta bien mirado habrían podido cocinar, si lo hubieran querido, las patas de las sillas, los azulejos que cubrían las paredes y las botas que nos poníamos para salir a la calle. Pero en el que tampoco dejaban de hablar, pues ése era el otro poder que las mujeres parecían haber recibido junto a aquel de volver comestible el mundo, el de hacer de cada cosa una fuente inagotable de conversación, de forma que hablar y preparar la comida, sentarse a comer y empezar a contar sin descanso eran acciones que no se podían ni concebir si ellas no estaban a nuestro lado. Y así, por ejemplo, el tiempo de la comida era el tiempo en que mi madre nos hablaba de sus pretendientes de soltera, y de su vida en el hotel, pues mis abuelos tuvieron un hotel en León, y ella era la encargada de servir la comida. De lo guapa que era y de cómo los clientes se callaban cuando la veían entrar en el comedor, con aquellas piernas incomparables que parecían escalas para subir al mismísimo cielo. Y claro, también se hablaba de lo que comíamos. Si eran liebres, codornices, o perdices, de los incidentes de la caza y de las exageraciones de los cazadores, cuyo único amo era la vanidad; si eran animales de corral, o productos de huerta, de dónde procedían y quiénes eran sus dueños. Pues cada producto tenía su individualidad, y comer no era sino una forma, tal vez la más íntima, de dialogar con el mundo en que nos había tocado vivir. Con los ríos, que nos daban los cangrejos y los patos, con los pinares en los que hallábamos los níscalos y con las cunetas y prados en que, a comienzos de la primavera, cogíamos los somnolientos caracoles, que era el único animal que, debido a su lentitud, no parecía tener el instinto salvador de la huida. Y, claro, también con las huertas y los corrales de nuestros vecinos, cuyos productos se confundían con sus vidas, de forma que si estábamos comiendo un pollo, por ejemplo, a cualquiera se le podía ocurrir recordar la tragedia de Jandri, uno de nuestros vecinos más queridos, y ya nada podía ser igual. Su mujer, Silveria, se había muerto hace poco y desesperado por aquella pérdida, se había puesto a clamar en el corral de su casa: 'Ay, mi pobre Silveria, que abran todas las puertas de par en par y que se vayan todos los animales, que ya no tengo ilusión ni por conejos ni por gallinas'. Y en ese pollo que nos estábamos comiendo estaba entonces la memoria de ese amor, pero también toda la desdicha y la desolación de aquel pobre hombre, y la posibilidad de que alguna vez nuestra vida pudiera albergar una desdicha semejante. Y eso mismo nos pasaba con los tomates, los melones, con los productos de aquella fiesta dolorosa de la matanza, o con la nata que se formaba en la leche al hervir, y con la que se fabricaban pastas, bizcochos o mantequilla, porque no había producto que comiéramos que no viniera acompañado de un nombre o no tuviera su propia y pequeña historia. De forma que comer, como ya dije antes, no era sino una forma de continuar ese diálogo interminable con el lugar en que habíamos nacido y con los que vivían a nuestro lado. De dialogar con ese lugar, y de agradecerle aquellos alimentos que nos permitían saciar nuestro hambre, y sobre todo reunirnos alrededor de una mesa tan bien surtida como llena de discretas satisfacciones. Una mesa que mi padre bendecía cada día, con la emoción apenas disimulada de vernos allí reunidos y a salvo, porque también comer era eso, permanecer dentro de un círculo encantado donde nada malo nos podía suceder.

Y si hay un momento de esas comidas que recuerde por encima de todos, es aquel en que a mi padre le tocaba comer los pichones estofados. Un plato que sólo a él le estaba destinado, pues ya en aquel tiempo los pichones eran un bien escaso. Los robos frecuentes, y la sustitución de los abonos naturales por los abonos químicos, especialmente los nitratos de Chile, cuyos anuncios invadían las tapias de los pueblos, con la silueta negra de aquel hombre que parecía el misterioso personaje de un cómic, habían precipitado el abandono de los palomares y la desaparición de los pichones. Mi padre era un gran aficionado a ellos y de vez en cuando alguien del pueblo le regalaba una pareja. Y era cosa de ver a mi madre entrando ese día en el comedor llevando en las manos un plato, que en nada se podía comparar a los que teníamos que comer nosotros. Recuerdo el vuelo de esos pichones estofados que terminaban invariablemente delante de mi padre, y cómo éste levantaba la vista del mantel y nos miraba con expresión burlona... antes de empezar el reparto. Porque al momento todos estábamos a su lado, esperando. Y a los primeros les tocaban los muslos, y a los que iban llegando las pechugas, las alas y el cuello, hasta que todos recibíamos nuestra parte. Y ahora que lo pienso, sé que es difícil creerse que dos pichones bastaban para dar de comer a una familia de seis hijos, pero en mi recuerdo, y eso es lo que importa, era así ccmo sucedía. Probábamos la carne suave y vigorosa que nos daba, y le escuchábamos hablar. Pues mientras los comíamos, mi padre no cesaba de hablarnos de las costumbres de las palomas, y del difícil mantenimiento de los palomares en aquella tierra, o de cuando había sido niño y, al estar muy enfermo, era ése el alimento que su madre le había dado sin descanso, y con el que finalmente le había logrado salvar.

Hubo un pintor renacentista, llamado Arcimboldo, que tenía la extraña costumbre de componer sus retratos utilizando los distintos alimentos del mundo. Y así unas veces el rostro de los hombres estaba compuesto de verduras, otras de frutos, de peces o de aves, con lo que daba a entender que el cuerpo humano es un resumen de la creación. Y es cierto que formamos parte del mundo, y que nos confundimos con todos los seres creados, pero no lo es menos que son las palabras quienes nos lo recuerdan. Gracias a esas palabras recordamos que hay una continuidad entre nosotros y las verduras, los cereales, las uvas, los conejos, los peces y los animales volátiles. Y es verdad que somos un poco brutos y nos lo comemos todo. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer si tampoco podemos dejar de hablar? Que algo nos salga a pedir de boca ¿no es el más alto bien que nos pueden desear los que nos quieren? Pues que así siga siendo y que, como dijo Sancho en las bodas de Camacho, vayan días y vengan ollas para todos.

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Gustavo Martín Garzo es escritor.

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