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Columna
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Morirse

Una vez en Filadelfia me dio un mal aire -como diría Cela- y me puse muy malo. En el hospital me despertó una madrugada tan terrible dolor de cabeza que empecé a rogarle a Dios, a), que no existiera; y b), que me diera la muerte enseguida. Al parecer, gemía, pues se presentó una enfermera, luego un médico, me dieron algo y me dormí como un cadáver. De modo que recuperé el terror.

De los días siguientes no quisiera acordarme pero me acuerdo. Solían turnarse en mi cuidado tres enfermeras, dos de ellas, jóvenes filipinas, muy guapas y muy tiernas. La tercera, una recia matrona, negra; frisaría en los 35 y su rostro y palabras eran de pocos amigos. Me lavaban. Qué manía, lavar a un señor con fiebre y sin fuerzas todas las santas mañanas a horas del alba. Las filipinas, con su jofaina de agua jabonosa, lo hacían todo. De la cara a los pies. Mucha toalla y recambio de agua. La negra llegaba hasta el ombligo y ahí me entregaba el paño y me decía bruscamente que 'eso' me lo hiciera yo. 'Me muero, no puedo', mustiaba yo con ojos implorantes. 'Dejémoslo así'. Se le agriaba la uva. 'Vamos, quejica. Ni que fuera usted el único enfermo del hospital. A todos nos toca una'.

Tenía yo más o menos su edad, pronto para morirse, según opinión general. 'Pronto para nacer', me aleccionó ella belicosamente un día. Empecé a quererla. Aquella mujer no establecía un corte entre la vida y la muerte. Todo era parte de lo mismo y como tal, todo debía ser igualmente tratado. Ni privilegios ni distinciones. En cambio, las guapas y muy jóvenes enfermeras filipinas, con sus zalamerías, sus sonrisas, sus besos en la frente y sus mimosos lavados púbicos, decían algo así como nosotras las que vivimos saludamos a los que van a morir. Me llenaban de odio, de temor y de envidia.

Sobreviví, como es obvio. Salí del hospital sin despedirme de las dos enfermeras jóvenes. A la puerta de la sala me esperaba la brusca matrona negra. Medio sonrió y me puso una tarjetita en un bolsillo. Era su teléfono.

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