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Reportaje:POR LOS PARQUES Y JARDINES (y 5) | ESCENARIOS BARCELONESES

Trances de zona verde

En los jardines, como en toda Barcelona, resulta conmovedor el esfuerzo del Ayuntamiento por mejorar la vida de los ciudadanos por las buenas o por las malas. Es el positivismo izquierdista, cándido y atorrante, y mordámonos la lengua al ponerle objeciones, peor sería que gobernase la ciudad la alianza de los salvapatrias. Pero aun mordiéndonos la lengua convendremos en que el puntilloso ordenancismo municipal resulta entrañable, conmovedor: ese igualar por decreto, hoy los toldos de las terrazas, mañana los rótulos de las tiendas, ese sustituir los quioscos anárquicos por quioscos de diseñito, ese pavimentar y reventar el pavimento y volver a pavimentar mejor, esa hiperactividad bienintencionada y ridícula en pro de la Barcelona limpia y guapa, como si la blancura de los toldos amortiguase el hedor y el ruido, y como si en los flamantes quioscos modernos, metálicos y acristalados, se fuera a despachar cosas menos viles...

Si el jardín privado es un símil del espíritu del individuo, como dejó dicho Rubén, el parque público lo será de la colectividad que lo usa

Los jardines no son, aunque lo parezca, cosa baladí; son una elocuente pauta de análisis. Si el jardín privado es un símil del espíritu del individuo, como dejó asentado Rubén en su célebre poema ('en mi jardín se vio una estatua bella / se juzgó mármol y era carne viva; / un alma joven habitaba en ella, / sentimental, sensible, sensitiva. / Y tímida ante el mundo, de manera...', etcétera), por extensión puede afirmarse que los parques y los jardines públicos son un símil de la colectividad que lo usa y entretiene, de sus placeres y conflictos también.

En el pasado curso, los jardines de Barcelona han decorado por lo menos tres conflictos o trances dispares. Pocos se habrán fijado en las jardineras o parterres de la plaza de Catalunya, en el amoroso, ingenioso arreglo de esos modestísimos retales de césped a cargo del departamento de Parques y Jardines del Ayuntamiento. Allí junto a las fuentes se han sembrado plantas herbáceas dispuestas sobre el terreno caprichosamente, tal como lo estarían en la naturaleza, con ánimo de arreglar, armonizar en lo posible la irremediable plaza, ¡y allí justamente fueron a instalar su campamento los 100 africanos con hambre y sin documentos, fenómeno no homologable por excelencia! ¡Cuando ya habíamos normalizado a los murcianos y creíamos poder dedicarnos a la microcirugía, llega el mau-mau!

Todos recordamos, todos, abrumados, recordamos lo mal que lo pasaba la esposa del President cuando llevaba a sus retoños al parque -ella misma lo ha contado, sin especificar si se trataba del onduloso Monterolas, la histórica y ferial Ciutadella, el turístico Güell, o cuál otro- y los angelitos regresaban desolados, lamentándose de que no podían jugar porque allí 'sólo había castellanos'. Pues si mal lo pasaban los hijos de Pujol, peor lo pasarán ahora los nietos, cuando vayan al parque y lo encuentren lleno de emigrantes que -Ferrusola dixit- sólo saben decir 'dame de comer' e ignoran nuestras tradiciones, desde la sardana al caganer. Se ve que el mundo, nuestro mundo, va a peor, y nada pueden hacer para impedirlo nuestras más bienintencionadas instituciones.

El tercer caso es el del Turó. Había que mejorarlo, abrir puertas, meter un chiringuito; por el bien de los vecinos había que gastar ahí buen dinero y hacer obras y meter ruido y armar bulla; por el bien de los vecinos y hasta contra su voluntad expresa. Como además esos vecinos son gente adinerada, y como todo cambio es por definición a mejor, menuda bicoca fue para los columnistas chistosos, qué a gusto se pusieron con los de Diagonal arriba, esos privilegiados que se atrevieron a reclamar al Ayuntamiento el más insolidario y elitista de los privilegios: que no les ayudase, que no les mejorase, que les dejase en paz, que se olvidase de ellos.

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Caminando por el Turó, ya restaurado y más coqueto que nunca, junto al lago oval bordeado de chopos, donde los nenúfares flotan exactamente igual que en la Promenade sentimentale de Verlaine ('Au long de l'etang, parmi la saulaie...', una cinta sin fin de imágenes encadenadas que forma el prototipo del poema jardinero y otoñal), me encuentro con la paisajista María de Ros, que lleva años dedicada precisamente a hacer jardines para quien se lo encarga, y que define su raro oficio como de 'traductora' entre el cliente y el lugar. 'Lo emocionante es que en realidad todo te lo dice el sitio', explica; 'mi profesión se reduce a mirar hasta absorber el lugar, se trata de meterte ahí y tener tiempo'. Cada vez la solicitan más, cada año le encargan más jardines, y además ella observa que por la ciudad se van multiplicando jardines minúsculos en los interiores de manzanas, en las salidas de casas, en los terrados; quizá porque la retracción general del paisaje rural y de la naturaleza provoca el deseo de preservarla, aunque sea en recintos; o es que nos vamos refinando ('un jardín es un fenómeno de cultura', escribe Oriol Bohigas en el libro de Manuel Ribas i Piera Jardins de Catalunya), o es que circula más el dinero ('por debajo de determinados límites de gasto no hay jardín posible', avisaba Rubió i Tudurí en su manual). O las tres cosas. O ninguna. María no lo sabe.

Le comento cuán agradecidos son los barceloneses a cualquier zona verde nueva que se les brinda, por pequeña que sea; por ejemplo, los jardines de la plaza de Letamendi o los que hay delante del Hospital Clínico, cómo ya el primer día se llenan de niños, y de perros, y de adultos sentados en los bancos, fumando pensativos o aburridos y controlando de vez en cuando a sus cachorros. En cualquier jardín, la estampa humana es idéntica a la que ofrece esta mañana el Turó. Da la impresión de que estos sitios se han vuelto higiénicos, utilitarios, como nosotros. Un ámbito arbolado con alberca, fuentes, estatuas, columnas, muros y muretes, escaleras, porches y avenidas, formaba el clásico parque decimonónico, propicio a lo sentimental, lo melancólico y lo crepuscular. A Villaespesa, en hora tremendista, le pareció que 'las largas avenidas de las citas, / hoy mudas y desiertas, / recuerdan, con su olor a hojas marchitas, / un cementerio de esperanzas muertas'. Pero es que iba allí al anochecer, y tenía un olfato sensacional.

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