El mercado
Creo que al escultor Miquel Navarro le hubiese gustado, cuando el alba despunta, coger la cuadriga e internarse por una de las ciudades que crea, y así, rodeado de palacios y menhires, llegarse hasta el mercado y, cual Apolodoro, recrearse en la obra realizada antes de someterse al trajín de la compra.
Allí, en los márgenes establecidos para el oppidum, visitaría los puestos destinados al pescado y a la carne -de espaldas al sol, por la putrefacción- y con posterioridad se podría dirigir a la biblioteca, que era centro de reunión del mercado de Roma y realizar sus pequeños o grandes negocios.
La necesidad, combinada con el placer, es el maridaje perfecto, según Miquel, para realizar cualquier trabajo; y el de acudir al mercado se ajusta a lo establecido con todo rigor. Comprar, como vender, puede llegar a ser una satisfacción, pero es preciso que concurran diversas circunstancias: que el día sea propicio, que la prisa no nos agobie y que la plaza pública -el mercado- rebose calidad; que los colores nos inunden -y también lo haga su olor- que los productos atraigan nuestra vista, preparando los jugos digestivos para lo que ha de venir. A partir de ahí, la compra es una fiesta: se crean platos con la mirada, la vista de cualquier hortaliza nos lleva a concebir una ensalada exótica, y la observación de los pescados, sabiamente humedecidos para que sus reflejos nos deslumbren y sólo creamos en el Mediterráneo, nos hacen preparar de forma inmediata las brasas donde se asarán lo mínimo, solo lo necesario para que su sabor permanezca en nosotros.
El mercado nos sobrepasa, la variedad de las especies que en él se nos ofrecen, dista de nuestras posibilidades, no económicas, sino culinarias. Hay que elegir, pues en una economía como la nuestra, proclive al consumo, nos asalta el ansia de la compra y hay que refrenarla. Las personas que como Miquel no gozan -o sufren- de una familia numerosa, deben controlar sus gustos y adecuarlos a lo práctico, a lo que se va a utilizar.
Para ello está la alternativa de la tienda pequeña, especializada en algunos productos y que no nos sobrepasa con su oferta. Cada cliente se adecua a su comerciante, tanto en precios como en calidades, y lo íntimo resulta a la postre lo más conveniente.
En sentido contrario se establecen las grandes superficies, moderno invento desnaturalizador del mercado, que impone su ley merced a las pretendidas oportunidades en los precios. Si hacemos excepción de algunos productos de uso intemporal, cuyo almacenamiento no produce otra contrariedad sino la del espacio que ocupa, las compras que en él se originan resultan por lo general a un precio superior al del detallista de la esquina, ya que su caducidad logra que: lo tirado por lo abaratado, remedando en nefasto español el clásico refrán.
Un punto intermedio son los supermercados, que en teoría gozan de las ventajas de ambos y no sufren sus inconvenientes. La oferta en ellos es moderada y los precios se ajustan a favor del consumidor, pero aquí los problemas son otros; la selección de marcas concretas -y en algún caso exclusivas- por parte de la empresa para ser ofrecidas al cliente, nos hace cargar con algunos productos que, aun siendo los buscados, no reúnen todas las cualidades específicas requeridas, y se compran porque hay que aprovechar el viaje y se parecen a los pretendidos. Otrosí digo: para el comprador falto de tiempo, las inmensas colas que se producen para pagar, en los momentos punta, en las cajas de los establecimientos, tampoco invitan a comprar una barra de pan para la cena, y menos si va acompañada de chorizo, para cuya consecución es necesario proveerse de la paciencia de Job -o de un ticket que nos clasifica en el orden de expedición-.
Hay un problema no resuelto: el producto de calidad. Este no se encuentra en el mercado para el comprador de a pie ni de a caballo. Excepto los que suelen acompañar al producto de la marca registrada; los vinos, con denominación de origen entre otros. Ninguna ciudad de tamaño medio se encuentra desabastecida del último 'alta expresión' riojana, los fabricantes se han cuidado de que así suceda y, además, han hecho cumplida publicidad del producto, ya sea de forma directa o solapada. Pero otros bienes gastronómicos, generalmente los escasos, se acaparan por la restauración y no llegan al consumidor si no es en sus locales. Las grandes merluzas, los verdaderos lenguados, los raros bogavantes del Mare Nostrum... ¿Quién los ha visto en la tienda? Al que lo afirme, tíldenlo de no fijarse -o de ser más crédulo que alguno de los apóstoles-.
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