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Columna
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Agua y luz

Cuando yo tenía pocos años, en el lugar de La Torre, término municipal de Valencia, que era una calle o carretera por donde pasaba el tranvía, el agua venía por la acequia para regar, o la sacábamos del pozo con un cubo o con una bomba de mano. Y la luz, que se iba y volvía por misteriosas y remotas razones, eran las pocas perillas de watios escasos, nada más. Ahora que ya tengo más años, paso unos días en Xodos, al pie del Penyagolosa, rodeado de la más densa concentración de sociólogos, filósofos, profesores de estamentos diversos, poetas, traductores, periodistas y escritores variados que pueda encontrarse en un pueblo con cuarenta habitantes en invierno, y la luz, por las noches, es un resplandor anaranjado en el cielo, detrás de las montañas. El resplandor, evidentemente, viene de más abajo, de las comarcas litorales, a cincuenta o sesenta kilómetros de aquí, donde la abundancia de farolas, fanales y lámparas públicas o privadas es tan grande que se proyecta hasta estas lejanas tierras interiores. Desde un avión, el espectáculo de nuestra concentración luminosa es del todo impresionante, y a eso le llaman prueba fehaciente de diamismo y de progreso histórico. Tan contentos, gastando excesos inútiles de luz, o sea de energía que un día se ha de acabar, y no para que los transeúntes nocturnos vean por donde caminan, sino por puro derroche y pura exhibición: para nada. Y para nada toda el agua que se gasta en miles de piscinas y de parcelitas de verde tan tierno en un país tan seco, de millones de baños y duchas estivales en el inmenso Benidorm en que quiere convertirse este árido país. No sé si se acabaran la luz y el agua, sí que sé que nunca habrá bastante. Traeremos petróleo de Alaska o de la Patagonia, agua del Danubio y del Volga, y nunca será suficiente. Siempre habrá más hoteles y más piscinas por construir, más farolas por encender, más de todo, nunca bastante de nada. Y así pasa el verano, contemplando.

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