Las formas
'La más grave enfermedad, un miembro fracturado, la cárcel o la muerte, son lo único que puede excusar un abandono'. Aunque, según Grimod de la Reynière -a quien se debe esta cita sobre la incomparecencia a una invitación a comer-, estas sutiles causas no la legitimen; pero al menos la hacen comprensible. La ruptura del compromiso -por escrito, of course- se debe complementar con certificados médicos, documento judicial o acta de fallecimiento, en el último caso.
Las formas, en los años de vida de don Alexandre-Balthazar-Laurent Grimod -finales del XVIII- eran así de rígidas, y nadie hubiese osado, si quería seguir perteneciendo a la buena sociedad, mancillarlas o hacer caso omiso de ellas.
Algunas gentes que van en la actualidad al restaurante Salvador, en Cullera, parece que sí las han olvidado, y pese a ser citados de antemano, y en función de ello haber sido efectuada una reserva de mesa, no comparecen, y, no mandan por escrito excusa plausible, ni mucho menos acta de defunción.
Salvador Gascón, factótum de dicho establecimiento, lo tiene asumido, y se conforma con un movimiento de cabeza -no conocemos otras interioridades- cuando le suceden dichos despropósitos. Hoy todo se da por bueno, o se asume, en virtud de la pérdida de las formas. Los pantalones cortos y las camisetas -de baloncesto, que son más frescas- parecen anidar bajo los trajes que se imponen para otros menesteres, y se muestran al descubierto cuando se trata de ir durante la mañana festiva al restaurante. Podría pensarse que dicha actitud es correspondiente a la idiosincrasia del local -en un centro turístico, al lado del mar y del río-, pero no es así. La decoración y el entorno nada tienen que ver con el estereotipo que se pretende, mas los comensales no se dan por enterados. Lo mismo sucede en locales ubicados en el centro de la ciudad, con el aire acondicionado presto a sofocar los calores veraniegos: el comensal, cuando se trata de celebraciones y no de negocios, viste a su aire, sin recatarse a la mirada y comentarios de los vecinos.
Este orden de cosas hace reflexionar -medita Salvador- sobre lo fugaz del tiempo. Las modas y las costumbres han cambiado de tal forma que no se pueden comparar elementos disímiles. Lo que en algún momento fue el colmo de la corrección se ha transformado en impropio -la excesiva deferencia de los varones con las mujeres más podría suponer un acto de machismo que una buena crianza, por ejemplo- y al contrario, por lo que delimitar en un local público las formas convenientes no deja de ser pecado de soberbia.
Pero la civilización actual ha impuesto unos criterios -mínimos- que deben exigirse, y aquí el esfuerzo resulta patético. Las exigencias educacionales chocan contra la rentabilidad del negocio, pero la falta de ellas también. Los bañadores en el comedor atraen a los clientes que vienen de la playa, pero deben alejar a aquellos que, con un estricto respeto por la norma, no desean pasar calor mientras se solazan los acompañantes. Los gritos de los celebrantes y las carreras de los niños asustan a los que desean la liturgia en la mesa -o a los camareros que deben sortearlos para conservar el caudal de la vajilla- pero los domingos, el padre de familia no puede con la manada y le da rienda suelta a lo largo y ancho del local, mientras en las mesas del fondo el griterío va en aumento para entenderse entre los extremos, o para sobreponerse al bullicio medio que inunda acústicamente el espacio.
Si hablamos de las formas en la mesa entramos en otro costal pletórico de harina, aunque en este caso los que sufren deben ser los concomensales y no otros miembros lejanos del comedor. La de palas de pescado llevadas a la boca que hay que observar en una comida al uso -seguro que por la reminiscencia de llevar la navaja al mismo orificio, décadas atrás- no acompañado de una lubina al hinojo, sino un trozo de tocino, veteado, que apoyado sobre el pan hacía que reluciesen los carrillos de los degustantes.
Sin duda en las posadas que relatan los innumerables viajeros ingleses a la península durante el siglo de Grimod, los de la navaja estaban en su sitio -y sus formas-, y la moda del momento hubiese hecho pensar de forma dubitativa del foráneo que intentase, con su sombrero de copa, desespinar la trucha con la pala y recoger los restos de salsa para, con la delicadeza que le era propia, unirlos al pescado y procurar, tenedor en ristre, que el conjunto se mantuviese en equilibrio para la deglución.
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