HACIA LA ÚLTIMA FRONTERA
En la última etapa de su viaje entre Tánger y Estambul, el autor recorre la cuenca del Rhin y experimenta la inquietante sensación de sentirse turco tanto en Alemania como en Italia. A su llegada a Turquía se encuentra como en casa
El autobús se recorre toda la cuenca del Rhin, zona famosa por sus vinos y sus turcos. En cada estación se va llenando de griegos y de turcos. Los griegos: a) fuman como carreteros, b) siempre llevan un rosario en la mano. Los turcos: a) fuman como carreteros, b) siempre llevan un rosario en la mano. Se diferencian en que los turcos visten de turcos, los griegos visten de Tony Manero, las griegas viajan solas, las turcas viajan con un anticonceptivo llamado madre, y las parejas griegas se soban. Como también, por cierto, me soba mi compañero de asiento, un australiano firme defensor de la teoría de que el roce hace el cariño y que vuelve de Londres a Australia en autobús. Turcos y griegos son, en fin, tan parecidos que se odian. Conocedora de las bajezas humanas, la compañía alemana que nos transporta ha optado por criterios ecuménicos y nos ha provisto de un conductor turco y de otro conductor griego -Dimitri, el terror de las griegas solteras del autobús; su sola existencia hace comprender a las madres turcas que han hecho bien en venir-. La función de ambos es mediar con su comunidad para que no fumemos en el autobús. En cada parada, griegos, turcos, y aquí el menda, fuman como carreteros, mientras que el autobús se llena de maletas gigantescas, lavadoras y televisores. Para que quepa todo el equipaje, hay que volver a reinstalarlo en la bodega del autobús en cada ocasión, maniobra seguida con atención por las superabuelas griegas y turcas, que no se fían de nadie. La parada suele coincidir con zonas repletas de restaurantes turcos, donde los griegos y los turcos compran comida como para una boda. En cada parada, también, se produce el mismo pitote, consistente en que un superabuelo turco, muy esmirriado, se va al WC y no vuelve. Hace pipí en cada parada, de manera que, si nos persiguieran los indios, nuestro rastro estaría a güevo. Tarda tanto en todas las ocasiones que, al final, siempre tiene que ir a buscarlo una mujer que es su esposa, o su hija, o Miss Turquía, -a saber; tiene el rostro tapado-. En Munich se nos junta al convoy otro autobús. Mientras reubican el equipaje bajo la supervisión de las súper-abuelas -utilizan, en ese trance, la táctica del PP en Euskadi: no tienen mucho que decir, pero no paran de decirlo-, me fumo un paquete de Marlboro, ojeo el pasaje -prima la turca vestida / tapada de turca-, y el paisanaje de la estación -prima el alemán vestido de tirolés / de Heidegger, que se va de excursión con los amigotes-. El mundo de las identidades colectivas es un misterio. Sobre todo cuando las identidades consisten en ir vestidos iguales. Es decir, sin identidad. Zzzzzzz.. Atravesamos Austria. Zzzzzzzz. Atravesamos Italia. Zzzzzzz. Paramos muy pocas veces. El tiempo necesario para fumar E= Mc² pitos y para que el súper-abuelo se pierda en un WC. De madrugada, en algún área de servicio italiana, nos encontramos con algunos jóvenes italianos que vienen de liarla. Nos insultan. Nos llaman turcos. De lo que se deduce que turco es un insulto e italiano no. Zzzzzzz. Llegamos ceporros a Bríndisi, donde nos suben a un ferry hasta Grecia. En los pocos segundos que tardamos en bajar del bus y subir al ferry, se nos acerca a toda castaña un coche. Lo conduce un magrebí. Para, abre el capó y nos ofrece recuerdos de Italia. Nadie compra. De manera que abandonamos Italia sin ningún recuerdo.
Las parejas griegas se soban. Como también, por cierto, me soba mi compañero de asiento, un australiano firme defensor de la teoría de que el roce hace el cariño
- La tierra gastada
Se trata de un ferry griego. Los camareros van vestidos con los colores de la bandera griega. En plan Manolo el del Bombo griego en domingo. Se vuelve a reproducir la teoría espacial del ferry de Tánger-Algeciras. Cada comunidad se sienta por separado. Los turcos desaparece o duermen, que también es desaparecer. Los griegos están que se salen. No paran de beber cervezas en el bar y de hablar de la vida. Brilla con luz propia Dimitri -el chófer griego a quien la Oficina de Planificación Familiar Griega debería dar algún producto químico-, que se está trabajando a la sex-symbol griega del autobús, una chica que hasta yo sé que se llama Andrea. Pasan las horas. Por las ventanas, o como se digan, del ferry, aparece la costa griega. Gastada, oxidada contra el Mediterráneo. O igual es que la vegetación se la fumaron, en su día, griegos y turcos. Dimitri y Andrea aparecen con el pelo mojado. Él con cara de John Wayne después del duelo, y ella con cara de me-gusta-mi-novio. Los superabuelos turcos piden a los griegos sus botellas de agua vacías. Las necesitan para ir al WC y no utilizar el papel higiénico, como les enseñó su mamá. Los griegos se les chotean, como les enseñó también su mamá. El barco se queda sin tabaco. Sin tabaco, todo el mundo se queda dormido. Estamos sucios, cansados y somos más feos que pichote. Llegamos a Grecia. La policía nos escolta hasta el autobús, que ya está en tierra. Parecemos árbitros de fútbol tras un mal arbitraje. Lo cual demuestra que el mundo tal vez está mal arbitrado. Grecia, primeras impresiones: como en todos los países donde las señoritas son morenas, todas las señoritas van teñidas de rubio.
- El laberinto griego
En territorio griego, el conductor griego y el turco retiran el cartel que asegura que vamos a Estambul, para que nadie nos tire piedras. La parte griega del pasaje está que se sale. No paran de hablar. Han cambiado por completo. El resplandor ilumina sus rostros. Un señor griego se emociona tanto que se tira un pedote, acción censurada por el representante de la comunidad turca. Las paradas van ganando tensión. La tensión de las superabuelas que saltan en cuanto alguien toca una de sus miles de maletas. La tensión perceptible en los turcos, que a partir de ahora, en cada parada, van en grupo y no se separan muchos metros del autobús -ponen cara de un niño de Tánger segundos antes de una colleja-. La tensión, en fin, de Andrea, a quién Dimitri invita a una coca-cola en cada parada, y que ya no sabe dónde poner tanta coca-cola. En Salónica ya sólo hay pasaje para un autobús. Los dos autobuses se fusionan en uno, que lleva maletas, televisores y lavadoras hasta en el WC. El nuevo autobús, o canta más que el anterior, o canta en otro tono. Alguien se ha sonado los mocos en la cortina de mi ventanilla, por la que ahora, más que nunca, cuando miro por la ventanilla, puedo ver que el mundo es un pañuelo. Literalmente.
- La última frontera
Sin parar, vamos a velocidad crucero hacia la frontera turca. Es una frontera perceptible. La frontera griega, de hecho, la percibimos durante una hora, que es el rato que emplea la poli griega en darle una colleja a los pasaportes turcos. La frontera turca la percibimos durante tres horas, en la que la poli turca nos acollejea los pasaportes. Esperamos al abuelete de los WC, que ahora se ha perdido en un (cuarto de) baño turco. Y reanudamos el viaje hacia Estambul. Los turcos del autobús no están especialmente alegres, como los africanos al pasar a Algeciras, o los alemanes al llegar a Alemania. Más bien están como los africanos al llegar a París. O como ellos mismos al salir de Alemania. Igual es que no tienen país. O que aún no han llegado a su país. O que su país es completamente diferente a este autobús, a este viaje, a las últimas aduanas. Un país, supongo, no es nada épico. No es una cultura, no es una manera de vestir o de comer. Es tu casa. En tu casa vas vestido como quieres y, cuando quieres, abres la nevera y te pones las botas. En ocasiones, las reglas del juego en el mundo mundial te obligan a ir varios días en autobús hasta la nevera. En el camino, te dan collejas. Unas las ves, y otras, acostumbrado a viajar en avión -en los aeropuertos no te dan collejas; a veces, una señoritas con mini te ofrecen tarjetas de crédito-, no las ves.
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