Los festivales de verano se consolidan como bancos de pruebas para música y danza
Desde Bayreuth a Pesaro, de San Sebastián a Edimburgo, la música, la danza y la ópera tienen escenarios privilegiados para ensayar espectáculos de vanguardia que luego revierten en las temporadas estables
De Edimburgo a Salzburgo, de Bayreuth a Pesaro. La ópera, la música clásica y la danza estallan en el verano europeo. España no vive al margen del fenómeno: a los tempranos festivales de Granada y A Coruña siguen, en agosto, los de Peralada, Torroella de Montgrí, Pollença, Santander y San Sebastián, por citar sólo a los que en su encabezamiento pueden lucir el preciado adjetivo de 'internacionales'. Ni una entrada queda disponible para el Rigoletto de esta noche -ni para el del 18, ni para el del 20- en el Kursaal de la capital guipuzcoana, dirigido por Jesús López Cobos, según la veterana dramaturgia de Jonathan Miller. Es el ejemplo más próximo de un fenómeno cultural de éxito que se extiende como una mancha de aceite. Un fenómeno con gloriosos antecedentes, pero que en las últimas dos décadas conoce una vitalidad fuera de toda predicción.
Creado en 1876, el de Bayreuth es el decano de los festivales europeos. Se trata de un caso único, irrepetible. Que un compositor cree un ciclo consagrado en exclusiva a su obra en un teatro que abre únicamente en verano para representar esa obra es algo a lo que sólo podía aspirar -y conseguir- un visionario como Richard Wagner. Se trata, no obstante, de un modelo que da síntomas de agotamiento: las trifulcas entre los herederos del evento -el octagenario director Wolfgang Wagner, nieto del músico; su segunda esposa, Gudrun Mack, y la hija del primero, Eva- inclinan a pensar que los vetustos despachos de la verde colina precisan de aire fresco.
Salzburgo nace en 1920 con un espíritu bastante más abierto y ecléctico. Richard Strauss (compositor), Hugo von Hoffmansthal (dramaturgo) y Max Reinhardt (director de escena) constituyen una muy sólida tripleta destinada a dar hermosos frutos en el tiempo, el último de los cuales ha sido sin duda Gérard Mortier: discutido y polémico, el director ha sabido imprimir una vitalidad que el ciclo reclamaba a gritos. La Arena de Verona (1913) y Glyndebourne (1934) constituyen dos ejemplos más de festivales con pedigree. En España, el de Santander, con 50 años de vida, y los de San Sebastián y Granada, también cincuentenarios, encabezan la lista de los ciclos con mayor solera.
¿Qué aportan estas programaciones? En primer lugar, un nada despreciable flujo turístico y una atención informativa que han colocado en el mapa a muchas localidades. Peralada, Torroella de Montgrí o Vilabretran, en Cataluña, constituyen buenos ejemplos. Está claro que el turismo de sol y playa ha entrado en fase de agotamiento. Sin ofertas culturales complementarias, el paisaje vende cada vez menos, y ahí es donde la oferta musical no ha dicho todavía su última palabra.
Pero el valor de los festivales de verano hay que medirlo también por sus aportaciones artísticas. Si muchos de ellos empezaron programando las obras más conocidas del repertorio, progresivamente han incorporado propuestas rompedoras que les convierten en bancos de prueba para las temporadas estables. La célebre Tetralogía de Patrice Chérau en Bayreuth, a finales de los setenta, marcó el inicio de un experimentalismo en la dirección escénica que, guste o no, ha acabado por entrar en los teatros de temporada. Por otra parte, no pocos estrenos de jóvenes compositores se producen en escenarios al aire libre. Se dice que un fracaso en un festival de verano es menos fracaso que en una programación consolidada: de ahí que un muy saludable riesgo en las propuestas se deje sentir cada vez con mayor intensidad.
Finalmente, cabe hablar de un camino todavía poco explorado: la especialización. El Festival Rossini de Pesaro constituye un acertado ejemplo de ciclo centrado en la obra (y en la época) de un compositor. Una fórmula similar utiliza el inquieto Festival Mozart de A Coruña. En otros casos la especialización procede del género: Vilabertran, dedicado al lied, o la Semana de Música Religiosa de Cuenca -que se celebra por Semana Santa- muestran un inteligente empeño en diversificar una oferta que en conjunto resulta cada vez más completa.De Edimburgo a Salzburgo, de Bayreuth a Pesaro. La ópera, la música clásica y la danza estallan en el verano europeo. España no vive al margen del fenómeno: a los tempranos festivales de Granada y A Coruña siguen, en agosto, los de Peralada, Torroella de Montgrí, Pollença, Santander y San Sebastián, por citar sólo a los que en su encabezamiento pueden lucir el preciado adjetivo de 'internacionales'. Ni una entrada queda disponible para el Rigoletto de esta noche -ni para el del 18, ni para el del 20- en el Kursaal de la capital guipuzcoana, dirigido por Jesús López Cobos, según la veterana dramaturgia de Jonathan Miller. Es el ejemplo más próximo de un fenómeno cultural de éxito que se extiende como una mancha de aceite. Un fenómeno con gloriosos antecedentes, pero que en las últimas dos décadas conoce una vitalidad fuera de toda predicción.
Creado en 1876, el de Bayreuth es el decano de los festivales europeos. Se trata de un caso único, irrepetible. Que un compositor cree un ciclo consagrado en exclusiva a su obra en un teatro que abre únicamente en verano para representar esa obra es algo a lo que sólo podía aspirar -y conseguir- un visionario como Richard Wagner. Se trata, no obstante, de un modelo que da síntomas de agotamiento: las trifulcas entre los herederos del evento -el octagenario director Wolfgang Wagner, nieto del músico; su segunda esposa, Gudrun Mack, y la hija del primero, Eva- inclinan a pensar que los vetustos despachos de la verde colina precisan de aire fresco.
Salzburgo nace en 1920 con un espíritu bastante más abierto y ecléctico. Richard Strauss (compositor), Hugo von Hoffmansthal (dramaturgo) y Max Reinhardt (director de escena) constituyen una muy sólida tripleta destinada a dar hermosos frutos en el tiempo, el último de los cuales ha sido sin duda Gérard Mortier: discutido y polémico, el director ha sabido imprimir una vitalidad que el ciclo reclamaba a gritos. La Arena de Verona (1913) y Glyndebourne (1934) constituyen dos ejemplos más de festivales con pedigree. En España, el de Santander, con 50 años de vida, y los de San Sebastián y Granada, también cincuentenarios, encabezan la lista de los ciclos con mayor solera.
¿Qué aportan estas programaciones? En primer lugar, un nada despreciable flujo turístico y una atención informativa que han colocado en el mapa a muchas localidades. Peralada, Torroella de Montgrí o Vilabretran, en Cataluña, constituyen buenos ejemplos. Está claro que el turismo de sol y playa ha entrado en fase de agotamiento. Sin ofertas culturales complementarias, el paisaje vende cada vez menos, y ahí es donde la oferta musical no ha dicho todavía su última palabra.
Pero el valor de los festivales de verano hay que medirlo también por sus aportaciones artísticas. Si muchos de ellos empezaron programando las obras más conocidas del repertorio, progresivamente han incorporado propuestas rompedoras que les convierten en bancos de prueba para las temporadas estables. La célebre Tetralogía de Patrice Chérau en Bayreuth, a finales de los setenta, marcó el inicio de un experimentalismo en la dirección escénica que, guste o no, ha acabado por entrar en los teatros de temporada. Por otra parte, no pocos estrenos de jóvenes compositores se producen en escenarios al aire libre. Se dice que un fracaso en un festival de verano es menos fracaso que en una programación consolidada: de ahí que un muy saludable riesgo en las propuestas se deje sentir cada vez con mayor intensidad.
Finalmente, cabe hablar de un camino todavía poco explorado: la especialización. El Festival Rossini de Pesaro constituye un acertado ejemplo de ciclo centrado en la obra (y en la época) de un compositor. Una fórmula similar utiliza el inquieto Festival Mozart de A Coruña. En otros casos la especialización procede del género: Vilabertran, dedicado al lied, o la Semana de Música Religiosa de Cuenca -que se celebra por Semana Santa- muestran un inteligente empeño en diversificar una oferta que en conjunto resulta cada vez más completa.
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