Russafa de noche
La vida nocturna no acaba hasta que el sol ilumina el mondongo arquitectónico del mercado
Anda la cuadrilla a trompazos de acera a acera. Pero sin embargo no hay lío. Han bebido unas copitas de más sin hacer maldito caso a los anuncios en Canal 9 de la Generalitat y buscan el famoso garito flamenco por el que bajando las escaleras de un dulce infierno se puede gozar de un taranto o bulería en vivo y directo. No está muy lejos de la torre protectora de San Valero pero tampoco está cerca. Es una más de las ofertas veraniegas del viejo pantanal que antaño fuera ribereño del lago de La Albufera. Es verano y por descontado que los oriundos de los casales falleros, de hondísima raigambre popular, están en el pueblo de vacaciones. En este mes hirviente y libertino, la noche de Russafa es de los que no viven en ella o de aquellos vecinos que sin plata para emigrar deambulan de pub en pub a la búsqueda de un poema perdido de Verlaine, o una sonrisa prosística de Gil Albert, quien, todo sea dicho, vivió y murió en Taquigrafo Martí, calle que si no ruzafeña, linda con la movida. Pero aquí hay donde elegir; desde iniciar la noche comiendo unos mariscos en la calle Cádiz hasta un chuletón en la otra esquina y acabarla en una discoteca para divorciados con boleros de Machín. Aparca uno el coche en cualquier calle desierta del barrio interétnico y a primera vista todo parece muerto. Aquí la vida nocturna no acaba hasta que el sol ilumina el horrendo mondongo arquitectónico del mercado. Y es que tras las puertas metálicas que se manipulan con mando a distancia desde las barras, hay un paisanaje surrealista de crápulas metropolitanos. Nadie sabe a ciencia cierta dónde se ubican las raves clandestinas, esas que se pasan la cita de boca a boca y donde los dijeis veinteañeros pican machine sin descanso. Ni siquiera hay patrullas policiales. Los currantes inmigrantes que atestan los pisos baratos de la barriada descansan para levantarse a las cinco de la mañana y coger las furgonetas, tambien clandestinas, que les llevan a los campos de L'Horta. A esas horas de brujas sólo los oriundos, venidos de los cuatro puntos cardinales, fisgonean en barras iridiscentes en las que, en principio, sólo se consume alcohol. Los tigres, la superficie satinada de los inodoros, se reservan para tiritos ilegales pero tolerados. Russafa siempre fue zona de golfos. Tiene, eso si, hijos ilustres ya difuntos, desde el gran Nino Bravo hasta Bruno Lomas, que habitaba en el Contraste. Curiosamente, ambos muertos por exceso de velocidad. Tambien hay mitos vivientes como Rafael Conde, chulapón e iridiscente. Y respetuosos con la tradición barriobajera de alcohólicos, drogotas y juerguistas, los chicos y chicas disfrutan de la noche con buen aire acondicionado. En ocasiones, y no en este mes de dispendio y relajo, los camareros piden silencio porque se detecta el paso de un coche de la Local. Pero son las menos. Los baretos disponen de un sofisticado sistema de aviso para clientes rezagados que quieren entrar after hours. En cualquier calle, frente a un garito cerrado, tan solo hay que saber dónde se aprieta un timbre insonoro que hace un efecto de flash dentro del bar. Franco el paso por el mazas de turno, ya se puede jugar a los dardos, futbolín, billar americano o simplemente charlar a gritos. El viejo barrio, ancestral residencia de los príncipes musulmanes de extramuros, crepita como una adolescente salida. El barrio de Russafa bajo la luna de agosto es como un cuento de Borges; los valencianos y visitantes tranochan a placer bajo neones que les convierten en rostros pálidos. No hay lío, es el territorio de la diversión.
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