EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos
Resumen. La señorita Cuerda comunica a Horacio que necesita hablar con él. Sin embargo, a la cita se presenta primero Garañón, quien informa de que la Estación Espacial es en realidad un refugio de contrabandistas y piratas, y que los estibadores, en connivencia con el mando, estarían dispuestos a proporcionar las mejores mercancías para la nave a cambio de dejar en Fermat IV a la representante de las Mujeres Descarriadas.
9 Domingo 9 de junio (continuación)
Me había vuelto a quedar dormido ponderando el mejor método para garantizar el trueque de las mercancías necesarias por la señorita Cuerda, conforme a la propuesta de los estibadores de la Estación Espacial Fermat IV, cuando sonaron unos golpes en la puerta de la habitación.
Me levanté y acudí a la llamada. En la oscuridad del corredor, infestado de alimañas, distinguí la silueta inconfundible de la señorita Cuerda. La insté a entrar de modo expeditivo y sigiloso y cerré la puerta tras asegurarme de que nadie había presenciado la operación. Acto seguido, y habiendo advertido el estado de gran agitación en que se hallaba la citada señorita Cuerda, le dije que no debía temer nada, pues su presencia en mi habitación estaba autorizada por mí, así como cuanto pudiera derivarse de ella, y así pensaba hacerlo constar en mi grato informe. Esto pareció tranquilizarla un poco.
Sólo entonces, resuelta la engorrosa faceta oficial de la reunión, reparé en que la señorita Cuerda ya no llevaba el vestido que se había procurado en el ropero de la tripulación, sino un sucinto camisón transparente adornado de encajes y cintillas, bajo el cual se podían advertir sin esfuerzo dos minúsculas prendas de lencería fina, de lo cual, pese a no haber sido autorizado por mí este ajuar antirreglamentario, me alegré, pues el efecto que producía en el ánimo del espectador indudablemente habría de facilitar el mencionado trueque, aunque, por supuesto, me abstuve de hacérselo saber.
Sin embargo, la señorita Cuerda, advirtiendo la dirección e intensidad de mi mirada e interpretando erróneamente la índole de mis pensamientos, se apresuró a excusarse por el atuendo antirreglamentario, alegando que mientras ella estaba en la ducha alguien había entrado en su camarote y sustraído su ropa, dejando en su lugar las prendas interiores y el camisón con que ahora se veía obligada a cubrirse siquiera de modo escueto, como yo mismo sin duda no habría dejado de remarcar.
Acto seguido, habiéndose sentado la señorita Cuerda por indicación mía en el borde de la piltra, y antes de que, según ella misma me había anunciado por la tarde, comenzara a referirme la causa de su desasosiego, decidí abandonar el plan que previamente me había trazado con objeto de entretener la espera y que consistía en contarle la historia de la Academia de Mandos de Villalpando y de los estudios que allí había yo cursado en un ambiente de trabajo, espíritu de sacrificio y varonil camaradería, y me abalancé sobre ella en ejercicio de las prerrogativas propias de mi cargo, venciendo la tenue resistencia protocolaria que ella consideró adecuado oponer a mi arrebato y, en resumidas cuentas, emplear aquel enojoso lapso en una acción que, dejando de lado la modestia, yo situaría un punto por encima de 'mediana', aunque siete por debajo de 'memorable'. Tras lo cual habría procedido a poner en práctica la segunda parte de mi plan de no haberme quedado ligeramente dormido de resultas de la hazaña.
Cuando desperté, la señorita Cuerda ya no se encontraba en la habitación. Deduje que no podía haber ido muy lejos, pues en el suelo seguían el camisón, la ropa interior y las chinelas que traía, pero corregí la deducción al advertir que se había llevado mi uniforme y mi propia ropa interior, por lo que me vi obligado a ponerme a título provisional las únicas prendas que allí había y, desenroscando una pata de la piltra, salir al corredor en seguimiento de la fugitiva.
Llevaba recorridos varios pasillos y perdido por completo el rumbo de mis pasos cuando oí otros que, precipitados, se acercaban. Me oculté en un rincón oscuro y pronto vi aparecer a la señorita Cuerda vestida con mi uniforme de comandante y perseguida por el gobernador de la Estación Espacial en albornoz y chancletas. Sentí compasión por el pobre gobernador, que por causa del esfuerzo y la turbación jadeaba, sollozaba y repetía su lastimera cantinela: '¡No puedo más! ¡No puedo más!'.
Con presteza improvisé un plan de ataque y, al pasar junto a mí la señorita Cuerda, salí del escondrijo, me abalancé sobre ella como había hecho poco antes en mi habitación y le propiné un fuerte golpe en la cabeza con la pata de la piltra. Quedó ella inconsciente en el suelo y el gobernador frenó al punto su carrera, sobresaltado por mi imprevisible e intrépida intervención. Acto seguido, sin hacer el menor comentario, dio media vuelta y salió renqueando y jadeando en dirección contraria.
Consideré la conveniencia de darle alcance y explicarle la razón de mi conducta y mi vestimenta antirreglamentaria, pero preferí destinar el poco tiempo de que disponía a recuperar mi ropa, poner la suya a la señorita Cuerda y evitar de esta forma posibles malentendidos.
Acto seguido até las manos de la señorita Cuerda a su espalda con los entorchados de mi casaca y con las cintillas del camisón le anudé una soga al cuello que me permitía controlar sus movimientos tirando del otro extremo.
Al término de esta operación recobró el conocimiento la señorita Cuerda y se encontró otra vez en camisón y sujeta como he dicho. La tranquilicé diciéndole que gracias a mi intervención se encontraba a salvo de la persecución del avieso gobernador. Respondió que le parecía haber 'salido de la sartén' para haber 'caído en las brasas' y preguntó que adónde pretendía llevarla maniatada y como en cuerda de presos.
Tirando de ella para no llegar con excesivo retraso a la cita con los estibadores, y no viendo motivo alguno para ocultarle la verdad, aproveché el trayecto para ponerla al corriente de la situación. Cuando oyó lo del trueque no se mostró comprensiva.
Traté de hacerle ver lo ventajoso de la transacción para muchos a costa del sacrificio de una sola y prometí exigir a los estibadores garantía escrita de que sería tratada con respeto y deferencia, pero estos argumentos no le parecieron lo bastante persuasivos, pues se dejó caer al suelo y abrazando mis rodillas me rogó que no la abandonase en aquella Estación Espacial, donde sólo cosas malas podían ocurrirle. Acto seguido apeló a mi condición de comandante y, por si esto no resultaba convincente, apeló luego a la especial relación personal que siempre había creído detectar entre nosotros dos y que había cristalizado hacía un rato en mi habitación, donde ella había accedido sin excesiva oposición a mis muestras de estima convencida de estar sellando un vínculo inquebrantable.
Es posible que hubiera algo de razón en sus palabras, pues me llegaron al corazón, y acto seguido, contraviniendo mis costumbres y las prerrogativas de mi cargo, confesé profesar también hacia ella una inclinación distinta a la que suelen darse entre comandantes y pasajeros de una nave espacial. Esto, sin embargo, no resolvía el dilema planteado, pues si bien estaba dispuesto a no abandonar a la señorita Cuerda en manos de los estibadores, tampoco podía renunciar a unas mercaderías de las que dependía la supervivencia de las personas confiadas a mi cargo. De modo que le rogué que se prestara al juego por el momento y confiara en mí, pues resolvería la cuestión a plena satisfacción de todos los implicados tan pronto se me ocurriera cómo.
Se avino también a esto y proseguimos la marcha en silencio hasta llegar a la dársena con sólo 25 minutos de retraso sobre la hora convenida. Allí se nos ofreció a la vista el siguiente espectáculo: a la luz de tres o cuatro potentes reflectores se afanaban dos o tres docenas de estibadores bajo la supervisión de mi segundo segundo de a bordo y del doctor Agustinopoulos. No había rastro de Garañón, así como tampoco del portaestandarte, aunque supuse que éste último se encontraría ya en la nave transmitiendo a la tripulación mis órdenes concernientes a la estiba de las mercancías y a la rápida partida de aquel siniestro lugar.
Continuará
www.eduardo-mendoza.com
Capítulo anterior | Capítulo siguiente
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.