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Columna
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Crimen y quinielas

La ludopatía, el vicio, la enfermedad del juego cuenta con más adictos que el alcohol y las drogas, pero sus efectos son tolerablemente perniciosos y, en general, subjetivos, aunque las secuelas sean sufridas por terceras personas. Es, quizás, la más humana y antigua de las debilidades, con daños generalmente asumibles y rara vez mortales. El borracho habitual y el yonqui de enganche avanzado son un riesgo para los demás y para ellos mismos. El jugador perjudica su economía y lesiona la de quienes viven en su entorno, pero rara vez, por esa causa, se llega a la irremediable violencia.

En los viejos tiempos, que uno tiene irresistible tendencia a recordar, el juego, como inclinación peligrosa, afectaba a una minoría. En muchos tapetes se perdieron fortunas, menguaron patrimonios y fraguaron tragedias, lo que acontecía de tarde en tarde. No había capital, pueblo grande o pequeño sin el emblemático jugador que perdió los bienes, la casa, incluso a la esposa, puesta en alguna ocasión a la carta más alta, aunque se tratase de envite que precisaba conocimiento de causa. Por regiones se decía que el levantino era más propicio y que el importe de muchas cosechas pasó de la faja del apostador a la faltriquera del garitero.

En los grandes y reputados casinos se fomentó la leyenda del paño negro que velaba la mesa, cuando un afortunado hacía saltar la banca. Debió de ser en un pasado remoto, pues hoy no se comienza jugada alguna sin la necesaria provisión de fondos. También es alegórica la decisión fatal del despojado que se pega un tiro en la sien bajo la penumbra del jardín contiguo, cuando lo lógico sería que empeñase o vendiera la pistola para cubrir la última apuesta.

En España hubo un caso -uno solo- que pudo empañar la moderada corrupción que suponía el recién estrenado juego de las quinielas del fútbol. Fue un inédito bautismo de sangre. Además de las mil modalidades al uso, que se adentran en la Edad Media y fueron ganapán de fulleros y pícaros, en nuestra patria de los años cincuenta tuvo instantánea y general aceptación la modalidad de las quinielas. Teníamos la lotería tradicional, cuyos décimos, creo recordar, andaban por las cinco pesetas. Llegaron por aquellas fechas los ciegos, los 'veinte iguales', el tiento modesto a la suerte. Pero las quinielas cubrían todo el país, coincidían con un entretenimiento comprensible para la mayoría y su recompensa desbordaba la cuantía de los sistemas tradicionales.

Tiempos de penuria, tan propicios al providencialismo que fía en el azar el cambio de fortuna, amortizado el cupo de los tíos de América y las herencias imprevistas. Pues bien, al poco tiempo de estrenarse la jugosa adivinanza de los 14 resultados, se produjo un sangriento suceso que, por fortuna, quedó en la singularidad. En un pueblecito -creo que de la región valenciana- un joven, fracasado en distintos empeños por ganarse la vida, llegó a obsesionarse por la obtención de alguno de aquellos premios millonarios que se aireaban cada semana. Pensó que forzando el cálculo de probabilidades, multiplicando el número de boletos rellenados, el sueño pasaría a la realidad. Tropezaba, como la mayoría de los autores de ideas brillantes, con la dificultad de la financiación indispensable, alejada de sus escuálidos recursos.

La solución pasaba por delante de su casa cada día de mercado en la localidad próxima. El acaudalado huertano iba andando a la feria cercana y era circunstancia conocida que regresaba con la cartera bien provista. De la sombra salió su matador sin testigos. Todo o casi todo el botín lo empleó en rellenar centenares de boletos con un decepcionante resultado: apenas unos reintegros y la mísera pedrea de dos o tres aciertos de 12 pronósticos.

Fue un crimen de laboriosa investigación por la dificultad que presentaba el inédito móvil, extraño a los habituales. Descubrieron al asesino, que tuvo un juicio muy rápido, con lo que la acción de la justicia, por esta vez, cumplió con la más importante tarea ejemplarizadora que la justifica. No, no le dieron garrote, que recuerde. Ha pasado más de medio siglo y resulta curioso que en torno a ese carrusel, casi diario, de miles de millones se destile tan sólo la decepción de la vasta clientela. Pienso que las expectativas, los sueños, la esperanza y las ilusiones de la víspera son como módicas mercedes anticipadas que renuevan la infundada fe en la suerte, en la propicia estrella, en la buena ventura.

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