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Columna
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Amor (1)

Manuel Rivas

En el puerto de Dar Es Salaam, un muchacho le ofreció una pareja de pájaros de vivos colores. Él preguntó cómo se llamaban, pero el chaval se limitó a extender la mano libre, como si estuviese cansado de dar explicaciones que terminaban en fracaso. Con la otra sujetaba la pequeña jaula, hecha de cáñamos y atada con lazos de junco. Por un momento la jaula le pareció una prolongación de los dedos y las extremidades del niño, largos y delgados huesos anudados con la piel. Los pájaros permanecían acurrucados. Los intensos ojos negros, resaltados por un borde blanco. Azabache, recordó, engarzado en plata. Pero lo que le decidió fue la manera lánguida en que uno de los pájaros apoyaba la cabeza en el otro.

Había estado seis meses trabajando en un atunero, entre Madagascar y las islas Seychelles, y ahora volvía a casa. Un largo vuelo con escala en París. Con aquella jaula artesanal no pasaría los controles. Agujereó una caja de zapatos y metió dentro a los pájaros. Notó que le temblaba la mano al contacto con las plumas. No estaba acostumbrado a pesos tan ligeros y las aves tienen la electricidad de una bombilla pobre.

Ya en el destino, en Galicia, la primera parada fue para comprar una jaula grande. El dueño de la pajarería le explicó que se trataba de una pareja de inseparables. Los inseparables de Fisher. Como si desconfiara de su capacidad para valorar aquella posesión exótica, le fue guiando por el paisaje. El cuerpo verde oliva. El pico rojo. La caperuza naranja. El obispillo azul. ¿El obispillo? Fíjese ahí, en la rabadilla, le señaló el pajarero. Hay un detalle muy importante, añadió luego, mirándole de frente con un cierto recelo. Tenga mucho cuidado al abrir la jaula. Si uno de ellos desaparece, el otro cantará hasta morirse.

Un atardecer, el marinero no encontró a su mujer en casa, pero oyó su voz. Se acercó a la ventana de la terraza y allí estaba ella, en el tejado, sujetándose con una mano a la antena de televisión mientras sostenía con la otra la jaula con la portezuela abierta. Llamaba por uno de los inseparables de Fisher, posado en la rama metálica. Sintió vértigo, miedo por ella. Durante el tiempo que tardó el pájaro en volver, él no dijo nada. Sólo murmuró en código de señales: Alfa Mike Oscar Romeo.

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