A ritmo de emigraciones
Qué gran error. Me había pasado la tarde releyendo Vercoquin y el plancton y viendo cómo se enfriaba mi antigua pasión por Boris Vian. Hay libros que no deberíamos volver a abrir nunca, especialmente aquellos que nos entusiasmaron muchos años atrás, cuando éramos otros y quizá mejores o más osados de lo que somos ahora. Algo parecido me sucede con Julio Cortázar. En varias ocasiones me he planteado releerlo, sin encontrar nunca el valor suficiente para hacerlo. Me aterroriza la posibilidad de que no me guste, y descubrir así que ya no soy la misma persona que puso los cimientos de sí misma. Si éstos han cambiado sin que yo me diera cuenta, ¿qué tipo de edificio soy en realidad? ¿Es posible que, llevado todavía por la inercia de las ambiciones juveniles, me mueva por ahí con ínfulas de catedral gótica siendo en realidad un chalecito con sospechosos indicios de aluminosis?
Aparecieron en escena cuatro señores con apariencia de trabajar en un medio fabril. Era el grupo Brisa de Marismas
A este tipo de reflexiones me entregaba mientras conducía el coche en dirección a Pallejà. Había cenado en un restaurante de carretera para matar el tiempo. A pesar de ello, cuando entré en la población faltaba un buen rato para el concierto de Dr. Calypso. La Festa Major d'Estiu arrancaba aquel día, y las calles disfrutaban de una ebullición que no tardó en hacerme olvidar lo avanzado de la hora. Tras aparcar el coche, y dejándome guiar por las riadas de gente, llegué a una gran plaza llena de mesas donde una multitud aplaudía a rabiar a unas bailaoras de sevillanas que concluían su actuación. Sin dar tiempo a que el ambiente se enfriara, aparecieron en escena cuatro señores con apariencia de trabajar en un medio fabril. Era el grupo Brisa de Marismas. Sin dejar de batir palmas y de animar al público, continuaron con las sevillanas en un tono agridulce de añoranza de su tierra. Acodado en una de las barras, me asombré una vez más de la facilidad que tienen los andaluces para hacer del desarraigo una fiesta. Y pensé también, levemente mosqueado, que aquel público familiar que bailaba su tristeza sin perder de vista los cochecitos de los bebés no parecía el más indicado para un concierto de ska.
-¿Dr. Calypso toca después de Brisa de Marismas?-, pregunté a la señora rolliza que me suministraba la cerveza.
La buena mujer me miró de tal manera que me hizo sentir como un turista ucranio que hubiera confundido Pallejà con Marbella. Por suerte, cerca de la mujer se encontraba una chica que había oído mis palabras y que acudió en mi ayuda. Dr. Calypso no tocaba en aquella plaza, sino en un parque situado al otro lado de la carretera.
Como no podía ser menos, se trataba de un breve viaje a un mundo totalmente distinto. En la explanada del parque, cubierta de un césped torturado, se arremolinaban grupos de jóvenes en espera de que se iniciara el concierto. Yo me sentía fuera de lugar, pero cómodo. A fin de cuentas, Dr. Calypso era una formación musical que llevaba ya muchos años llenando de canciones el pasillo de mi casa. Hasta me sentía capaz de tararear alguna de ellas, como la pegadiza 2.300 milions, que cuenta la historia real de un tipo de Calella que se hizo millonario con la lotería y al que todos buscaban preguntándose si sería catalán o africano, una persona en situación legal o un inmigrante sin papeles. Aquella noche, algo desorientado en la explanada abarrotada de Pallejà, me preguntaba yo a mi vez si algún día las fiestas mayores de lugares como Calella incluirían en uno de sus recintos melodías de Malí o de Nigeria. También me preguntaba si los jóvenes que me rodeaban venían de bailar sevillanas o si consideraban a Brisa de Marismas una debilidad imperdonable de sus padres.
Los componentes de Dr. Calypso salieron al escenario y entraron de lleno al trapo. Comenzaron a cantar sin presentarse, ni falta que les hacía. Siguiendo la arraigada tradición de los grupos catalanes de ska, de los que ellos son pioneros, tenían dos cantantes y a uno no le funcionaba el micrófono. Observé a los dos intentando adivinar cuál sería el Sheriff, con el que había hablado por teléfono el día anterior. Mientras, en la mesa luchaban por arreglar la avería, y el público se lanzaba a bailar con esa facilidad que sólo se da si se conoce bien la música que suena. El ska, que nació de diversas fusiones en la vida relajada del Caribe y alcanzó proyección internacional tras la emigración -otra de tantas, viejas y nuevas añoranzas- de casi trescientos mil jamaicanos a Inglaterra, se ha convertido, por causa de grupos como Dr. Calypso, en todo un fenómeno en Cataluña. En la actualidad es, seguramente, el ritmo que más empuja a bailar a los jóvenes de talante progresista que cultivan marihuana en los balcones y que, cuando ya no son tan jóvenes, llaman María a sus hijas.
Escuché algunas canciones desde una esquina alejada del baile. Al cruzar la explanada para irme, un dimoni espontáneo encendió una bengala entre el público. La reacción de la gente fue fulminante. Comenzó a llover cerveza sobre el inesperado agresor y la bengala fue a parar al suelo emitiendo un agonizante chisporroteo.
Al día siguiente había quedado en un bar con el Sheriff y con Perico, su manager. El cantante de Dr. Calypso era un hombre pequeño y enjuto que lucía unas espléndidas patillas. Se le veía algo cansado por tantos años de conciertos a horas intempestivas, pero eso no le impedía mostrar una relajada animosidad cuando hablaba de música. Durante la conversación defendió, como hacen todos los grupos actuales, la amalgama de ritmos. También la mezcla que practica Dr. Calypso entre las letras reivindicativas y la música más bailable. Finalmente, el Sheriff y Perico acabaron invitándome a un concierto de Skatalites en la sala Bikini. Sin duda asistiría, pero antes tenía otra cita con el funky de la Fundación Tony Manero. Por el momento, me bastaba con saber que la música viaja junto a la añoranza en las maletas de la gente que, por las razones que sean, se ve obligada a trasladarse lejos de su tierra. Y es en la música donde se practica el primer y más vigoroso mestizaje.
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