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Nerón, la economía y los bomberos

En un artículo muy interesante -¿Tocará el G-8 la lira mientras arde la economía?-, Lester Thurow compara la actitud de los dirigentes de este grupo de países con Nerón, que mostraba su pasividad ante el incendio de Roma tocando, despreocupado, la lira. Thurow es uno de los economistas más conocidos del famoso MIT y comparte con su colega Paul Samuelson la autoría de frases que son célebres en todo el mundo. Sin embargo, mientras que Samuelson -a pesar de la mordacidad con que dice, por ejemplo, que 'el economista que sabe hace su trabajo, y el que no, se dedica a cuestiones metodológicas'- no tiene fama de heterodoxo (algo esperable en un premio Nobel), Thurow sí la tiene, no en vano escribió en un libro muy vendido que 'la aceptación del modelo convencional de la Economía, el de la oferta y la demanda, equivale a creer que la Tierra es plana o que el Sol gira alrededor de ella'. Quizás por estas salidas de tono, los ortodoxos lo acusen de superficial -jugando con las palabras less than thorough, que suenan tan parecido a las de su nombre completo-. Sin embargo, yo, que desafino aún más en el concierto (navideño) de los economistas, prefiero acusarle de otras cosas, como se verá a continuación.

En su clarividente artículo, Thurow diagnostica adecuadamente algunos de los problemas más graves que tiene hoy la economía mundial. En particular, que el principal es la inestabilidad que genera el altísimo e inédito nivel de endeudamiento privado (familias y, en especial, empresas) universal, y, sobre todo, la 'mala calidad' del crédito (deuda) generado por el sistema bancario en los tres grandes bloques de países desarrollados. Correctamente, describe la imposibilidad de que Japón salga de su depresión -él habla de 'recesión', pero eso es una cláusula de estilo- antes de que 'las familias y las empresas vayan a la bancarrota', pues se endeudaron recurriendo a la garantía de unos activos inmobiliarios que ya no valen sino una fracción de su deuda. Pasa luego al caso de EE UU y la UE, donde el endeudamiento de las empresas de telecomunicaciones, impulsado por el huracán de la burbuja bolsística de hace unos años, ha sido tan descabellado que ahora, al hundirse las acciones de la nueva economía (y con ella toda la economía), las empresas 'que contrajeron grandes deudas para financiar la infraestructura de telecomunicaciones están siendo penalizadas por ello' (y este problema es mayor en la UE, porque la subasta de las licencias telefónicas de tercera generación ha encarecido aún más ese endeudamiento).

Sin embargo, este heterodoxo conservador, que, como Galbraith, pasa sorprendentemente por radical, no parece coherente con su análisis, y después de tanta clarividencia se deja llevar por la ilusión keynesiana de que basta con que los Gobiernos del G-8 se muestren rápidamente 'activos' -antes de que sea 'demasiado tarde'- para conjurar el peligro de la 'recesión mundial'. Y termina como empieza: con la vana esperanza de que 'las sesiones del G-8 produzcan un plan comprensible y realista para que el mundo se aleje del filo de la recesión'. ¿Cómo es posible esta contradicción y esta incoherencia en un economista de la talla de Thurow? Muy sencillo: ningún economista, de la talla que sea, está libre de prejuicios ideológicos. Si Thurow y otros tuvieran más apego por la verdad objetiva, y quisieran descubrirla a cualquier coste (incluso al de la pérdida de bienestar material que normalmente supone), se darían cuenta de que están describiendo casos muy relevantes de ¡absoluta ineficiencia de los mercados! Los famosos precios de mercado -que, según nos cacarean los economistas, son la señal inequívoca y cuasi-perfecta por la que se guían los empresarios para conseguir (inconscientemente desde luego, pero siempre de acuerdo con los mecanismos de la Mano Invisible de Smith) los insuperables resultados de la economía de mercado- resulta que funcionan tan escandalosamente mal que están produciendo hoy una depresión mundial que ni el G-8 ni Thurow, con su mayor o menor superficialidad respectiva, van a evitar que se haga mucho más profunda de lo que a ellos les gustaría.

Lo que les falta a los economistas es una comprensión cabal de la teoría del valor. Para empezar, olvidan que ya Ricardo advirtió contra el error de considerar la excepción como la regla. Ricardo escribió que en la determinación del valor de mercancías como los vinos raros, las esculturas y cuadros antiguos, etcétera, la escasez desempeñaba un papel importante. Sin embargo, para la inmensa mayoría de ellas, para las cuales su oferta y reproducción no encuentra apenas más límite que la tecnología industrial de cada momento, el precio viene regulado por el coste de los insumos que la sociedad ha de poner en su reproducción. Más tarde, Marx demostró la solidez de la hipótesis de que la expresión monetaria de esos costes (incluido el beneficio normal) es una manifestación de las cantidades de trabajo social (directo e indirecto) necesarias para su reproducción; y demostró la necesidad y la razón de que tanto los precios reguladores inmediatos (los precios de producción) como los auténticos precios efectivos se desviaran -por múltiples razones, pero dentro de un margen de libertad nada arbitrario- de los reguladores últimos que son las cantidades de trabajo.

Esta aparente digresión no lo es, porque la forma en que ha gestado la actual y próxima depresión mundial (véase The coming Internet depression, de Michael Mandel, o los informes de prensa sobre tantas empresas del nuevo sector que valen hoy 10 y hasta 100 veces menos que hace apenas un año) tiene mucho que ver con las aplicaciones más elementales de la teoría del valor. Los economistas prácticos, que trabajan al servicio de los capitalistas, informan a éstos de que las perspectivas de mercado son muy buenas en tal sector, tal empresa, tal técnica, etcétera. Para ello, sólo se fijan en los precios efectivos (o de mercado), que se mueven mucho más locamente (volatilidad es el eufemismo en estos casos) que sus reguladores a largo plazo. Al olvidar la importancia de una buena teoría del valor, se limitan a aplicar la miope regla del valor actualizado neto; es decir, la que valora cualquier activo convirtiendo a dinero presente los rendimientos netos futuros esperados hoy (que difieren de los que se esperan mañana, pasado, etcétera), a partir de esquemas de previsión que son poco más que una burda extrapolación de los resultados del más reciente pasado.

Pero esta regla no vale con la generalidad con que se usa. Sólo sirve para calcular el valor efectivo -que oscila arriba y abajo, sin más límite que el de las psicologías implicadas en la formación de expectativas, que, además, en este sistema, debido a su dependencia de la maximización de beneficios, tienden a ser excesivamente optimistas en las expansiones-, pero nada dice de su regulador a largo plazo (el valor normal, al que tarde o temprano se ajustan los efectivos). Algunos economistas intuyen algo cuando afirman que ciertas inversiones se diseñan demasiado a corto plazo, y no a largo (o hablan claramente de procesos de sobreinversión: véase el artículo de José Luis Feito en EL PAÍS del 22 de julio de 2001); pero, en vez de ver este problema como uno auténticamente estructural y universal, lo aplican a tipos extraños de capitalistas que ellos mismos dibujan como la excepción a la regla (por ejemplo, indican que es típico de los capitalistas de los países subdesarrollados, o cosas por el estilo). Los ejemplos que da Thurow en su, a pesar de todo, excelente artículo demuestran que eso es un error. Si el comprador japonés típico de una vivienda hipotecada o la empresa típica que busca rentabilizar las nuevas tecnologías en EE UU y Europa (las de telefonía e Internet) se equivocan -¡hasta ese punto!- es porque se rigen sólo por los precios de mercado, sin comprender por qué esos indicadores de lo que en último término acontece en el proceso de acumulación de capital tienen que engañar objetivamente a todo el que no sabe o no puede comparar los precios efectivos con sus reguladores últimos. Los ciclos económicos, los mismos que el Wall Street Journal de 31 de diciembre de 1999 declaraba anacrónicos (por enésima vez en la historia), se producen porque las crisis capitalistas son necesarias; es decir, necesariamente recurrentes. Y es una pena que los economistas no sepan ver la conexión entre este movimiento cíclico y las desviaciones entre precios efectivos y sus reguladores.

La misma debilidad teórica que lleva a los economistas a olvidar la teoría del valor, como si una disciplina pudiera prescindir de sus problemas básicos con sólo meter la cabeza de avestruz de sus practicantes en el agujero de la inconsciencia, los hace erróneamente pensar que unos Gobiernos suficientemente listos y decididos podrían eliminar las leyes del sistema económico. No ven que los termostatos se apagan con la misma periodicidad con que se encienden. Y cuando se apaga el termostato capitalista se funden los plomos del sistema y salta la chispa que hace arder la economía (cuyo resplandor asusta a Thurow).

Sustituid a Nerón por Trajano, si queréis, pero Roma seguirá ardiendo. Sobra tanto combustible en sus calles que los bomberos son impotentes...

Diego Guerrero es profesor de Economía Política en el Departamento de Economía Aplicada V de la UCM.

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