El rey es un fingidor
- 1. Hombres y máscaras. Enric IV (Enrico IV, 1922), que Oriol Broggi ha presentado en la Villarroel, en una estupenda versión de Carlota Subirós, es probablemente la obra maestra de Pirandello. La pasión genuina, humanísima, supera a la especulación intelectual de otras piezas suyas, y utilizando un mecanismo específicamente dramático: la puesta en escena de una fuga mental, sus abismos y sus trampas. Manckiewicz hubiera hecho una película extraordinaria con esta historia, cuyos temas básicos son la locura, la interpretación, la pérdida y el envejecimiento.
Enric IV es la historia de un hombre atrapado por su máscara. Dieciocho años antes de que comience la acción, el protagonista, un rico italiano (Lluís Soler), cae de su caballo durante una fiesta en la que iba disfrazado del rey Enrique IV y se levanta comportándose como el monarca alemán, hasta tal punto que su familia decide entrar en su ficción, convertir su casa en su corte y asignarle un cuarteto de sirvientes (Óscar Muñoz, Enric Serra, Josep Mota y Dani Klamburg) vestidos de época, a los que toma por sus consejeros. Ni siquiera conoce su antiguo nombre, porque para todos es Enrique IV o 'el rey'. A la mansión llega un médico, el doctor Genoni (Jordi Banacolocha), especialista en enfermedades mentales, atraído por la leyenda del demente. Le acompañan Matilde Spina (Àngels Poch), la mujer de la que Enrique estaba perdidamente enamorado; su amante, el barón Tito Belcredi (Ramon Vila); la joven hija de Matilde, Frida (Màrcia Cisteró), y su novio, el marqués Di Nolli (Armand Villén). Los visitantes contemplan al rey como quien observa a un insecto en una jaula de vidrio. El doctor, casi un bobo pantalone de comedia del arte, propone seguirle el juego para analizar sus mecanismos, así que los visitantes se disfrazan de personajes de la corte. Lo que todos ignoran es hace ocho años que el rey recuperó la conciencia. En el salón del trono hay dos retratos pintados el día de la lejana y fatídica fiesta de disfraces: el de la joven Matilde, vestida como Matilde de Canossa, condesa de la Toscana, aliada del papa Gregorio VII y enemiga de Enrique IV, y el retrato de nuestro protagonista vestido de rey. En ese retrato, el rey tiene 28 años, y en él se miró como en un espejo: el retorno a la conciencia fue la súbita revelación de su envejecimiento. Aquel día, ocho años atrás, el rey decidió detener el tiempo, fijar su rostro en el del espejo pintado. Si le han robado su juventud, si no puede regresar al mundo sin ser tomado como un pobre enfermo, se situará fuera del tiempo: será para siempre aquel Enrique IV de 28 años, en una corte medieval que rige y dirige.
La joya de la función es su segundo acto, en el que Broggi convierte a Enrique en un personaje shakespeariano, mitad Próspero mitad Lear
- 2. Reloj sin manecillas. Como un gran director de escena, el rey monta su teatro y orquesta la representación: todos actuarán para él, incluidos los visitantes, que vienen a diseccionar su teatro. Los visitantes, naturalmente, sospechan: ¿está loco o actúa como un loco? Difícil precisarlo, porque la máscara -o el disfraz- se le ha pegado a la piel: es y no es consciente. Su ficción, al basarse en una realidad anterior, es dolorosamente verosímil. Parafraseando a Pessoa: 'El rey es un fingidor/ finge tan perfectamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente'. Para el doctor Genoni, el rey es un mecanismo roto, un reloj que se ha parado en una hora insensata. Se trata, afirma, de encontrar la manera de 'volver a ponerlo en hora', en la hora presente. Los visitantes planean un 'shock terapéutico'. Visten a Frida, la hija de Matilda, con las ropas del retrato: ahora es idéntica a su madre cuando tenía su edad. El zorro Belcredi olfatea el peligro extremo de la terapia, pero no hace nada para evitarla. Entretanto, asqueado por la torpeza de la representación ajena, el rey revela a sus consejeros cómo se ha burlado de sus visitantes, y en una larga noche, a la luz de los candiles, ahora innecesarios, filosofa ante ellos sobre su locura pasada y su amargura presente.
Casi al amanecer tiene lugar el shock: Frida 'sale del cuadro', rompe el espejo, y el pobre rey cree por un instante estar contemplando a su antiguo amor, como si realmente el tiempo no hubiera pasado. Hay un estallido de violencia, que no revelaré, y una caída absoluta, fatal, en la propia máscara. Ya no hay vuelta atrás, y el resultado de la estúpida terapia es el abocamiento irremisible del rey en su personaje, mientras Belcredi clama: '¡No, no está loco!', y el definitivo Enrique IV de 28 años susurra las frases que cierran el drama: 'Ahora sí, ahora sí, a la fuerza... Todos juntos aquí. ¡Y para siempre!'.
Naturalmente, esto es sólo un resumen apresurado que no hace justicia a la complejidad, a la riqueza de gamas y emociones de Enric IV. Quienes sí han hecho justicia al texto -con humildad, con sabiduría, con convencimiento- son Oriol Broggi, su director, y sus actores. Salvan el principal escollo del texto, su extrema -y a veces excesiva- densidad de información (información que han de facilitar, verbalmente, los visitantes), sin perder de vista que la baza básica de Pirandello es la ambigüedad, por no decir la confusión, entre tiempos y estados mentales. Todos juegan a favor de Pirandello (fíjense en el coup de théâtre que Broggi ha elegido para marcar el intermedio), pero la joya de la función es su segundo acto, en el que Broggi convierte a Enrique en un personaje shakespeariano, mitad Próspero mitad Lear, un Próspero que hace aparecer la luna y envía música a su amada perdida, un Lear que entra y sale de su locura, a cargo de un Lluís Soler vigoroso y alucinado que nunca ha estado mejor. Soler es la estrella porque la función lo pide, pero la función se perdería si sus visitantes no jugaran ceñido: están admirables, como siempre, Àngels Poch y Jordi Banacolocha, pero el que se lleva el gato al agua es Ramon Vila en el segundo personaje más complejo de la comedia, un barón Belcredi que, como el rey, juega a entrar y salir de su forma, un burlón libertino bajo el que se esconde un raissoneur perverso. Sólo le pongo dos pegas al montaje: el haber convertido a Giovanni, el viejo criado, en una muchacha, Giovanna (Anna Pujol), rebajando el matiz conmovedor del personaje original, y el escamoteo del cuchillo -llámenme convencional- en la última escena. Les quedan dos días para ver Enric IV; acaba el 29. Si se la pierden, recupérenla el próximo septiembre, abriendo la temporada de la Villarroel: es un gran texto y un óptimo montaje, un nuevo paso adelante en la carrera de Broggi, tras su Tartuf del pasado Grec.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.