Agotamiento bajo la canícula
Voigt vence al australiano McGee, que estuvo cinco segundos ciego tras cruzar la meta por falta de glucosa
Los grandes planes de los directores tropiezan últimamente con las pequeñas piernas de los corredores. Conversaciones de autobús, antes de la salida, director en medio, ciclistas estirados en los asientos de cuero: entonces saltas tú, y todos atentos, y en los repechos, cuidado, y siempre delante, vigilantes, y cuando se haga el corte, que no os pille despistado. Conversaciones de micrófono interno a auricular, una vez comenzada la carrera: pero qué pasa, que no estáis delante, y en cualquier momento se hace el corte, venga para allá, arenga el director; y los corredores, resoplando, responden como pueden: 'Bastante hacemos con no descolgarnos, esto va muy deprisa'.
La canícula del Midi no ayuda para nada a los ciclistas, que, sudorosos, se refrescan como pueden, agua por las zapatillas, por la espalda, por la cabeza. La máquina del pelotón no se detiene. La velocidad aumenta. Los intentos no cesan. Pero al final, por agotamiento del juego, por la necesidad del pelotón, gran monstruo, de tomarse un respiro, cuando los grandes como Ullrich han dejado de entrometerse en los asuntos de los pequeños, siempre un poco tarde, hacia el kilómetro 60, siempre pillando despistados a los que más querían fugarse, se forma el corte. Uff, se oye respirar atrás. Hala, hala, jalean los directores a los de adelante. La etapa está hecha. La guerra de la general por equipos la aplazan, de mutuo acuerdo, el Kelme y el ONCE-Eroski. Zabel y O'Grady se jugarán sólo el octavo puesto en su lucha por el maillot verde. Los demás se relajan. Y sudan.
Se caen y sangran. Una estruendosa caída a unos 30 kilómetros de la meta sobresaltó al pelotón. Un ruido estruendoso. Treinta por los suelos. Contra un quitamiedos. Sangre y fracturas. La adrenalina se desbordó en los que quedaron de pie. El relax es malo. No se puede perder un Tour por despiste, pensó Armstrong. Buen amigo el pelotón, todos se esperaron: los cortados corrían, si no, peligro de llegar fuera de control.
El corte de ayer, la etapa que llegaba al feudo electoral de Jacques Chirac, Sarran, donde hay un museo en su honor, y su mujer, Bernardette, es teniente de alcalde, lo formaron siete corredores. Un australiano y un alemán que son amigos y forman parte del clan de Toulouse (McGee y Voigt), dos franceses que conocieron días mejores (Seigneur y Heulot), un ruso pequeño y escalador (Botcharov), un danés de la raza estirada (Nicki Sorensen) y Luis Pérez, un madrileño fuerte y rodador. Corredores fuertes en un recorrido para fuertes. Carreteras rugosas, estrecha cinta de asfalto bajo el sol, continuos subibajas, sin descanso, relevos y derroche de energías. La resolución no fue táctica, no podía serlo, sino de pura fuerza. Cuando cualquier repecho se convierte en un Tourmalet inabordable, cualquier diferencia mínima en el nivel de reservas energéticas es la clave. Y la valentía.
Tres o cuatro ciclistas haciendo de verdad su oficio, superándose a sí mismos, yendo más allá de sus límites, pueden convertir cualquier momento monótono en imagen de gran ciclismo. McGee, el pistard australiano, atacó en un repecho. Le aguantó su amigo Voigt, el gigante alemán. Se quedaron los otros cinco, desperdigados, desamparados. Voigt tiene fama de generoso. Colaboró con McGee. A 350 metros de la meta, Voigt adelantó a su amigo y ganó. 'Vi que estaba cansadísimo. No fue problema ganar', dijo Voigt. Más que cansadísimo, McGee llegó vacío. La glucosa no le llegaba al cerebro. Se derrumbó nada más cruzar la línea de meta. Azúcar, azúcar. 'Pasé miedo de verdad. Me quedé ciego. Estuve cinco segundos sin ver nada. Ha sido terrible', contó, entrecortadamente, una vez recuperado, el australiano.
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