Las guerras étnicas
Joseba Beloki andaba a vueltas con una cadena cuando, !zas!, a Lance Armstrong le dio por acelerar, y !qué mala suerte!, perdió el billete para la moto; otro más allá, no pudo disputar el sprint puntuable porque se estaba poniendo una chupa y al bárbaro extranjero le dio por meter la primera; en la grande boucle, corredores patrios han hecho varios segundos puestos cuando, de no haber mediado una circunstancia desafortunada, habrían sido los primeros, y hasta una vez un italiano dijo que sí, que era una pena; cada vez que una de las dos históricas tenistas españolas hace un par de partidos apañaditos asistimos a una resurrección tan esperada como inevitable, que, como en un nuevo túnel del tiempo, nos permite recuperar el pasado, aunque sólo sea con la ilusión; cuando Carlos Moyá comienza un torneo, se da por seguro que está plenamente recuperado de dos años de horas bajas, lo que la realidad se encarga rápidamente de desmentir; Sergio García, el golfista niño con mucho futuro por delante, sufre tal ofensiva de lisonja y apoyo irracional que corre el riesgo de enloquecer antes de que llegue ese futuro.
Todos, cada uno con su idiosincrático amor a la patria, televisión, radio, prensa, sin excluir EL PAÍS, despliegan un chauvinismo deportivo que está frontalmente reñido con la esencia misma del deporte. Y no se trata de reivindicar el dogma de la Inmaculada, que ya se sabe que hoy el deporte de alta competición es cosa de negocio, sino de preservar cosas mucho más importantes: la elegancia en el tratamiento del rival, al que se disminuye, aunque no sea ésa la intención, pretextando que los de casa tienen el mal fario permanentemente instalado en el armario.
El deporte es algo demasiado serio para dejar que el nacionalismo se apodere de él, y, aunque en la calle, ésta es probablemente ya una causa perdida, convendría evitar que el gesto del atleta se convirtiera en un Balcán menor, en el papel y en la pantalla.
No se llegará, presumiblemente, a recuperar aquellas bellas metáforas franquistas del complot universal, de cuando el pavés belga o la hierba de Wimbledon eran una añagaza especial para deportistas nacionales, aunque sólo sea porque en ambas superficies la España contemporánea ya ha demostrado que sabía ganar; pero la panoplia de la excusa para todas las ocaciones no respeta límites, ni rentas per cápita; la información de la décima, o así, potencia industrial del planeta se sigue comportando como una indigente que desbarra por inseguridad patológica.
Los británicos, que fácilmente pueden ser el pueblo más convencido de su superioridad natural en todos los órdenes, nunca tendrían el mal gusto de practicar esta forma de limpieza étnica informativa en el deporte.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.