Cuestión de neuronas
Todo el mundo echa de menos a Miles Davis y es natural que su recuerdo siga inspirando en particular a quienes colaboraron con él. Los dos protagonistas de la penúltima jornada del festival vitoriano tuvieron ese privilegio y lo hicieron valer. El saxofonista Wayne Shorter por la vía de la imaginación sutil y la energía concentrada; el bajista Marcus Miller por la del pragmatismo y la fuerza tirando a bruta. ¿Cuál le hubiera interesado más a Miles? Ambos estuvieron demasiado cerca de él como para tomar partido.
De Shorter le habría gustado seguramente el penetrante perfume experimental de su cuarteto y la valentía de sus miembros a la hora de explorar recónditas posibilidades expresivas con imponente provecho. En efecto, esa filosofía de 'tocar como si no se supiera tocar' permitió al saxofonista mostrar intacta la ingenuidad curiosa del aprendiz y, al mismo tiempo, el arrojo de quien sabe que el precio de la creación pura es alto pero abordable para talentos especiales. Tras una larga relación con las formas eléctricas, el saxofonista regresaba a lo estrictamente acústico en compañía de tres jóvenes ávidos de experiencias retadoras, que contribuyeron a un concierto con radiantes hallazgos: Danilo Pérez, Brian Blade y John Patitucci. Por su parte, Shorter vertebró sus solos, en apariencia inconexos y quebradizos, sobre la lógica inapelable de la sinceridad radical y el desprecio absoluto por las soluciones rutinarias.
Wayne Shorter quartet, Marcus Miller band
Polideportivo de Mendizorrotza, Vitoria, 20 de julio.
Para disfrutar del concierto de Marcus Miller bastaron la mitad de neuronas. Su bajo eléctrico, una gigantesca catapulta de ritmos letales, tomó enseguida el mando sobre el repertorio de su último disco, M 2, en el que se atreve a reformular sendas joyas de Charles Mingus y John Coltrane con dudoso éxito. A Good bye pork pie hat se le escapó su embrujo elegíaco por el desagüe de la solemnidad trivial, mientras en Lonnie's lament, la hondura melódica de la balada se esfumó en una orquestación sobredimensionada y poco atenta al detalle. Superado el escollo de estas dos piezas concretas, Miller encontró el horizonte despejado para desarrollar a placer su gimnástica filosofía musical y se pasó la noche abofeteando sin piedad las cuerdas de su bajo. En cada pulsación generó un terremoto, y en esa vibración continua, no siempre agradable, fue consumiendo su hercúleo concierto hasta llegar a Tutu y Amandla. El público, eufórico, le despidió en pie; los más precavidos hicieron bien en palparse el cuerpo para comprobar si la amplificación, inmisericorde, no les había cambiado de sitio algún órgano vital.
Babelia
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