Imágenes y ritmos
Decía Carlo María Giulini, en el curso de una reciente entrevista, que cuando le apetecía oír música, en vez de escuchar grabaciones leía partituras. La idea me pareció literalmente ideal, ya que interiormente todos somos excelentes intérpretes y hasta brillantes directores de orquesta. Sospecho, sin embargo, que por más que uno sepa leer partituras -lo que no es mi caso- sólo un verdadero intérprete es capaz de sacarles todo su jugo. Pero siendo no ya un buen intérprete, sino el propio Carlo María Giulini, uno de los grandes directores de orquesta que hay en la actualidad, se comprende que no haya grabación, por perfecta que sea, que pueda compararse a esa música interior, más radiante si cabe que la que se escucha en una sala de conciertos. La perversión que desde el punto de vista de la pureza de sonido representa la música grabada empezó hace casi un siglo y ha terminado por conquistarnos a todos. Hoy escuchamos música no sólo por placer, sino a modo de fondo propiciatorio en relación a lo que estamos haciendo. Imagino el incrédulo alborozo de nuestros padres y abuelos al descubrir que podían llevarse a casa la música de las salas de concierto, salas de baile y películas preferidas, metida en discos de baquelita. Yo soy del tiempo de los de vinilo, una especie de baquelita perfeccionada. Luego llegaron las casetes y los CD. ¿Suponen una mejora en lo que al sonido se refiere? Probablemente no. Pero el invento hace de la música algo todavía más manejable: ahora se puede escuchar música mientras se conduce o se camina con los auriculares puestos. Una movilidad que tiene su importancia, ya que si bien el principal lugar público en el que hoy se oye música es la disco, el ambiente adecuado se va creando todos los viernes según convergen hacia ella cada uno de los participantes en esa especie de celebración ritual envueltos ya en música, el inch, inch, inch que marca el ritmo de los fines de semana.
Sin embargo, en lo que a la música se refiere, el verdadero cambio producido en estos años no es tanto de carácter técnico cuanto semántico, referido menos a cómo se escucha la música que a la clase de música que se escucha. Algo que afecta, en último término, al significado mismo de la palabra música. Cincuenta años atrás, el contenido de esa palabra correspondía con tal exactitud al concepto de música clásica que se hacía innecesario subrayarlo. El resto era folclore, música popular o música moderna, expresión que daba cabida a toda composición -jazz, rock, bailables- difícil de asociar a la musa de la música. Ahora, en cambio, cualquier persona en edad escolar a la que preguntemos si le gusta la música, lo último que pensará -antes de contestar afirmativamente- es que podemos estar refiriéndonos a la música clásica, un mundo que no sólo no le gusta, sino que le repugna y hasta deprime. El consumo real de música es el que nos muestra la sección de unos grandes almacenes dedicada a la venta de discos: la música clásica ocupa un rincón, cuando no una especie de pecera, a fin de que sus compases no perturben a los oyentes aplicados al rap.
Claro, que siempre habrá quien objete -contrariado por la insinuación de que no todo es hoy maravilla, de que lo que se gana por un lado se pierde por otro- que los conciertos y representaciones de ópera nunca han estado tan solicitados, siendo poco menos que imposible hacerse con una mala entrada. Como si el problema fuese de carácter económico antes que consecuencia de un cambio en los gustos de la sociedad, paralelo a la popularización, por ejemplo, de pizzas y hamburguesas. Y como si lo que de veras sucede no fuera que conciertos y representaciones de ópera han pasado a formar parte de los circuitos turísticos, de manera que la entrada que el melómano local no acierta a conseguir constituye una opción de prestigio incluida en el paquete pagado por el turista. Se trata de un fenómeno similar al de las visitas a los museos, sólo que más selecto, de más categoría. Las colas que se crean ante los museos -no nos engañemos- no están formadas por aficionados a la pintura, sino por turistas cumplidores, estudiantes más o menos disciplinados y sufridos jubilados. Los museos se visitan fundamentalmente cuando se está en otra ciudad.
El paralelismo que cabe establecer entre la suerte de la música y la de la pintura no termina aquí. De hecho, una y otra han estado siempre íntimamente relacionadas, además de frecuentemente asociadas a la escultura y la arquitectura. El cristianismo, en este sentido, dio lugar a una integración difícilmente superable: en el interior de una catedral gótica, entre imágenes y pinturas, con la música sonando en la penumbra, lo difícil es no creer. En la actualidad se tiende a una parecida integración de grado, ya que no de contenido, en el seno del mercado. Sólo que con desigual fortuna, ya que mientras la pintura sobrevive por ahora sin problemas, la música de concierto posterior a Schoenberg, Bartok y Stravinski, parece haber sucumbido. ¿Quién conoce a sus sucesores, no ya el nombre del compositor actual, sino, sobre todo, sus obras, sus composiciones? Si los intérpretes de música clásica son figuras ampliamente conocidas, los compositores contemporáneos son relevantes desconocidos. Eso, cuando no es exagerado afirmar que nunca se había escuchado tanta música como ahora, cuando la música -otra música, claro, lo que se entiende por ritmos- forma ya parte del paisaje urbano.
A esa saturación musical se suma una creciente saturación de imágenes en la vida cotidiana, no ya en la calle -rótulos, publicidad, carteles-, sino en el interior de cada hogar, a través de las diversas pantallas, televisores, ordenadores, juegos electrónicos, teléfonos móviles. Nada tiene de sorprendente, en consecuencia, el empeño de Bill Gates en hacerse con los derechos de reproducción de las pinturas existentes en los diversos museos del mundo. Los hábitos sociales están haciendo del individuo un ser demasiado impaciente para que, a la larga, contemplar un cuadro no resulte aburrido, pudiendo disponer de un estimulante juego virtual de impecables reproducciones de pinturas famosas.
En cualquier caso, el rasgo más notable relativo a la música que hoy se escucha, a las imágenes que hoy se contemplan, es el de su fuerte implantación social. Se trata de productos que se potencian mutuamente, vinculados a la moda en el vestir, en el habla, en los hábitos y gustos del momento. Implantación social que se superpone a una indudable satisfacción personal y, sobre todo, colectiva: compartir esa satisfacción con otros, formar con ellos un conjunto, a imagen y semejanza de los grupos con que los carteles anuncian a los intérpretes y cantantes de moda. Componer uno de esos carteles, entrar a formar parte de una estampa análoga en su objetivo último a ese movimiento concéntrico de los viernes, pautado por los compases que brotan susurrantes desde los auriculares y ensordecedores desde los coches, inch, inch, inch...
Luis Goytisolo es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.