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¿Turistas o rehenes?

Se veía venir. Desde que, a mediados del siglo XX, el turismo dejó de ser el privilegio de una selecta minoría de aristócratas o burgueses ociosos para transformarse en un fenómeno de masas al alcance de las clases medias y de los asalariados en general, el status, la condición de turista no ha dejado de deteriorarse. Bien pronto fue evidente que un apartamento en Benidorm o una habitación de dos estrellas en el Maresme tenían poco que ver con esos lujosos hoteles que acogían a los primeros turistas norteamericanos en the French Riviera -así la llamaban ellos-, que un vuelo charter Manchester-Palma de Mallorca no se parecía en nada a un viaje París-Venecia-Estambul en el Orient Express, y que ni siquiera un paquete organizado 'todo Egipto en una semana' era capaz de emular esos cruceros por el Nilo en los que a Hércules Poirot le daba tiempo a resolver varios asesinatos. Eso, para no hablar de los aspectos estéticos: de los shorts chillones, las camisetas horripilantes o los sombreros mexicanos que se han convertido en atributos casi obligatorios del viajero vacacional si éste no quiere parecer un excéntrico o un esnob.

Pero, por si la labor deletérea de los grandes operadores reventando precios y manoseando destinos no bastase, otras fuerzas se incorporan al empeño de degradar la actividad turística y fastidiar a sus ejercitantes. Por ejemplo, la Iglesia. Sí, la Iglesia. En una ciudad con tanto y tan antiguo poder de atracción de forasteros como Florencia, las autoridades eclesiásticas han instaurado severísimas restricciones a la visita de los monumentos que están bajo su jurisdicción. Así, para conocer el interior del Duomo coronado por la grandiosa cúpula de Brunelleschi hay que guardar interminables colas y entrar de uno en uno sujetándose a un régimen horario muy limitado. En otras iglesias florentinas (San Lorenzo, Santa Maria Novella...) el acceso de turistas está, sencillamente, prohibido; cuando, a pesar de todo, uno se arriesga, debe soportar el escrutinio de un probo funcionario que, mientras el visitante contempla unos frescos de Ghirlandaio o un crucifijo de Giotto, tratará de discernir si en su mirada hay el arrobo del creyente o bien el entusiasmo laico del aficionado al arte. En este último caso, el turista intruso será abroncado y expulsado del templo... En fin, que como cunda el modelo de la capital toscana, más de la mitad del patrimonio monumental europeo se va a convertir en tabú.

De cualquier modo, todo lo que va mal es susceptible de empeorar y, además de vaca lechera explotada por ordeñadores muy poco considerados, el turismo de masas se está convirtiendo últimamente -al menos, en España- en carne de cañón para las más diversas reivindicaciones laborales, sociales o territoriales. Apenas se aproximan la Semana Santa, un buen puente primaveral o, en particular, el bimestre julio-agosto, todos los colectivos que tengan algo por lo que protestar o presionar ya salivan pensando en que muy pronto habrá en las carreteras, los aeropuertos y las estaciones de tren millones de incautos viajeros a los que convertir en víctimas de cortes viarios, huelgas de celo, paros convencionales y otras jugarretas varias. ¿Qué es hoy una movilización -sindical u otra- que no origine retenciones kilométricas, o que no deje a miles de personas tiradas en andenes o vestíbulos? ¡Nada! Por no ser, ni siquiera aparece en los medios de comunicación.

A lo largo de las últimas semanas, los ejemplos se han acumulado: primero la huelga intermitente y truculenta de los trabajadores de la limpieza en el aeropuerto de El Prat, completada después con los paros en el servicio de cafeterías; luego, el espectacular conflicto del transporte discrecional de viajeros en las islas Baleares; más tarde, el calculado calendario huelguístico de los pilotos de Iberia, con su estrambote a cargo de don Xabier de Irala. Ello, sin contar con las amenazas: la del personal de AENA, cuyo amago de poner todos los aeropuertos españoles patas arriba ha surtido rápido efecto sobre la renovación del convenio; o la de los productores de fruta seca, que han insinuado la posibilidad, si Madrid y Bruselas no les atienden, de colapsar la Costa Dorada en la segunda mitad de la temporada estival.

Mas la cosa no termina ahí, no señor. ¿Qué creían ustedes, que las huelgas veraniegas sólo podían afectar a los que viajan en avión o visitan parques temáticos? Nada de eso. El acoso al turista no desdeña ningún objetivo, por pequeño que sea; de ahí que la pasada semana entrasen en acción, de consuno, el personal de taquillas y los maquinistas del servicio de Cercanías de Renfe. De este modo, el pasajero de un vuelo de Iberia a Guatemala y el modesto bañista barcelonés de toalla y sombrilla que utiliza el tren para ir a la playa de Ocata ya tienen algo en común: ambos son víctimas de sendas oligarquías laborales que abusan de su posición estratégica.

¿Cuál es la solución? No tengo ni idea, pero lo que me resulta inadmisible es permitir que se consolide esta perversión del derecho constitucional a la huelga; es aceptar que, en cuanto se disponen a disfrutar de un tiempo de ocio y vacación, los ciudadanos dejen de serlo para convertirse en indefensa masa de maniobra cuyo tiempo ya no es suyo, cuya libertad de movimientos desaparece. Ninguna reivindicación, por justa que sea, autoriza a ningún colectivo a secuestrar, a convertir en rehenes a miles de personas ajenas a su pleito. Por cierto, ¿cuándo toman sus vacaciones los pilotos del Sepla, los maquinistas del Semaf, los conductores de autocar de Baleares, los directivos de Iberia? Sospecho que a algunas de sus víctimas les gustaría saberlo...

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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