Gala nostálgica
El pasado año, el pianista John Lewis ofreció un maravilloso concierto en solitario en Mendizorrotza. Fue una demostración de sabiduría algo estéril porque se perdió en el aire. El festival vitoriano, en oportuno acto de desagravio, tenía previsto recuperarlo para la gala inaugural de su 25º aniversario en las óptimas condiciones ambientales que proporciona el teatro Principal de la ciudad, pero su muerte trastocó los planes, y el trompetista Wynton Marsalis se vio emparejado con su padre, Ellis. No hay como tocar en familia, pero la endogamia, lo dicen los científicos, encierra peligros evidentes, y la diferencia de calidad entre ambos pianistas convirtió en un concierto apenas discreto lo que podía haber sido un acontecimiento.
Los Marsalis
Wynton Marsalis Duo, Ellis Marsalis (piano), Wynton Marsalis (trompeta). Teatro Principal. Vitoria. 14 de julio.
No cabe duda de que Ellis Marsalis, personaje anónimo hasta que la fama de sus hijos le puso en el mapa del jazz, es un pedagogo solvente y posee un estilo aseado y voluntarioso, pero carece de la chispa del creador genuino. Su techo artístico no le permite remontarse más allá de alturas modestas, mientras que el de Lewis tenía el vuelo y la grandeza de una cúpula vaticana. Después de hacer comparaciones, la añoranza del antiguo director de The Modern Jazz Quartet era el sentimiento predominante.
Con una amplificación mínima, el dúo atacó de entrada el mismo tema, In the court of King Oliver, que abría el único disco conjunto que han grabado hasta la fecha (The resolution of romance, 1990). Wynton había cambiado su conocida trompeta supersónica, un artefacto de hechuras casi marcianas, por otra convencional, quizá con la idea de remitir al timbre añejo de las cornetas de los pioneros. Y, en efecto, el ambiente tenía algo de salón decimonónico, sobre todo cuando la pareja atacó después New Orleans, una preciosa melodía de Hoagy Carmichael, con la que el trompetista se tomó insospechadas libertades sin mejorar la versión literal del gran Bobby Hackett de los años treinta.
En todo lo demás, Wynton estuvo espléndido y por momentos brillante. Su técnica es tan infalible y docta que para falsear una nota en favor de la expresividad tuvo que aplicarse a fondo, y sus improvisaciones encerraron una lógica tan rotunda que parecieron memorizadas. Su perfección puntillista es norma, y para acuciar su imaginación necesita verdaderos maestros, de léxico propio y sintaxis original, capaces de plantearle retos. Esta vez tenía al lado sólo a un buen profesor.
Ortodoxia
Se calcula que el mayor de los Marsalis empleó al menos el triple de notas de las que hubiera necesitado Lewis para contar más y mejores historias. Ellis se comportó como un pianista tirando a caligráfico, algo plano y de sentido rítmico más bien convencional. Como si llevase el aula a cuestas, sirvió a su hijo justo los acordes que necesitaba y acentuó allí donde indican las normas del estricto buen tocar, pero su fraseo, de una elegancia simétrica y formalista, rara vez provocó vuelcos de corazón ni pellizcos viscerales. Muy al contrario, sus intervenciones tuvieron algo de ese glamour blando que pudo incitar a algún fotógrafo a calzar sus objetivos con filtros difusores y de estrellitas. Tampoco en el Django, que se reservó a piano sólo para homenajear a Lewis, se atrevió a trascender las habituales referencias a Bach y al blues canónico. Ortodoxia era su lección.
El repertorio no deparó sorpresas. What is this thing called love, Jitterbug waltz, Lover y otros clásicos de eficacia probada se sucedieron sin sobresaltos. Sólo un par de piezas, entre ellas una atractiva composición del clarinetista Alvin Batiste, recordó que Nueva Orleans es una ciudad abierta a todos los ritmos, y muy en especial a los callejeros. Cumplido el protocolo del concierto oficial, lo mejor llegó en las propinas, dos blues de carácter diverso, el primero beneficiado por un acompañamiento mínimo de Ellis y un tremendo solo de Wynton. El dúo regaló como tercer bis Corcovado, una rara aproximación del trompetista a la música brasileña. Novedad menor en una gala inaugural que merecía emociones más fuertes.
Babelia
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