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Columna
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Juegos para mayores

De Italia viene la noticia de que un sociólogo ha encontrado connotaciones racistas en Calimero, el personaje de dibujos animados. Parece que el pollito nació en la Italia de los sesenta para promocionar una marca de jabones y que su color negro tenía una sola explicación: que estaba sucio. Es cierto que, con el tiempo, Calimero prescindió de los jabones: yo lo conocí en mi infancia, durante los años setenta, cuando sus continuas desgracias asomaban por televisión.

Supongo que abordar la ideología de Calimero no debería dar para una columna. No lo daría si no fueran tantos los investigadores que se obstinan en buscar fantasmas doctrinarios en los personajes ideados para niños. Son muchas ya las complejas interpretaciones que tengo recogidas al respecto: Tintín es un personaje reaccionario, Astérix y su aldea gala un símbolo del gaullismo resistente frente a los Estados Unidos, los pitufos (caracterizado cada uno de ellos por una profesión o un rasgo de carácter) un variado ejército de neuróticos, los cuentos de caballeros y princesas algo profundamente machista. Habría muchos más ejemplos.

Siempre hay algo de verdad en esas interpretaciones. Al fin y al cabo, la sociología, el psicoanálisis, tantas otras disciplinas, son juegos de mayores. Si los niños juegan con sus cosas, nosotros también jugamos con ellas, aunque de otra manera: teorizando. Lo peor de esas indagaciones es que con ellas se filtra una perversa dictadura sobre la creatividad humana. Creíamos haber alcanzado cierta libertad, pero el lenguaje políticamente correcto (un trasunto, al final, de ideología) se erige en censor de la imaginación. Por supuesto, lo que en los personajes infantiles parece objeto de observación científica se transforma en explícita denuncia cuando afecta a los mayores. Tanto la novela como la película subsiguiente El silencio de los corderos fueron duramente criticadas en Estados Unidos por una razón bastante peregrina: que el asesino era un transexual.

Hemos llegado a un punto en que lo políticamente correcto observa con lupa cualquier alteración de su discurso en el arte, el cine o la literatura. Uno puede estar muy de acuerdo en impulsar fórmulas de igualdad sexual, racial, social o cultural, uno puede indignarse cuando alguna cabeza cuadrada se dedica a predicar la maldad intrínseca de un sexo o de una raza. Lo que resulta intolerable es presumir radicalmente lo contrario: que si los negros están discriminados no pueda haber entre ellos un solo individuo cuestionable, ni siquiera a efectos cinematográficos. Es absurdo exigir que toda manifestación artística muestre un mundo mojigato de buenos sentimientos y personalidades cándidas y planas. Un artista tiene derecho a concebir un paralítico asesino, o un magrebí violador, o una mujer que aterroriza psicológicamente a su marido calzonazos. Todo es posible y todo debería seguir siendo posible.

Cuando un artista crea lo hace también desde sus propios temores y obsesiones. No aplica el desideratum de la Declaración Universal de Derechos Humanos sino las leyes sufrientes y sufridas de un mundo esencialmente imperfecto. No es casual que en la expresión 'lenguaje políticamente correcto' asome el término 'política'. Un político sí debe ser un dechado de virtudes (o al menos parecerlo, que para eso es mujer del César), pero un artista y su obra no tienen esa obligación ni pública ni privada. Un escritor no sólo puede hacer girar su obra sobre borrachos: puede ser borracho él mismo. Nada le exige ser ejemplar, le basta con indagar en los pozos del alma humana.

Regreso a Calimero, cuyas desgracias seguía de niño. Algún tiempo después, ya más crecido, me reía del coro de lamentaciones que profería de continuo. Lo único que puedo asegurar es que Calimero no acrecentó mis impulsos racistas, por mucho que su negritud denotara suciedad. Quizás aquel cascarón de huevo que llevaba sobre la cabeza se parecía demasiado a un casco de soldado: ¿es Calimero un símbolo del militarismo? Quién sabe: alguien nos lo descubrirá muy pronto. Sigamos jugando con las cosas de los niños, aunque nuestros juegos sean bastante más estúpidos que los suyos.

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